El estruendo fue ensordecedor. Aunque no había nadie cerca como para oírlo, al fin y al cabo resonó por todo el mundo. Ninguno de los pasajeros del DC-4 jamás supo lo que sucedió: todos murieron al instante. Eso fue el 15 de febrero de 1947, cuando el vuelo de la aerolínea Avianca con destino a Quito, Ecuador, se estrelló contra el pico El Tablazo, de más de 4000 metros de altura, no lejos de Bogotá, y luego cayó, como masa incendiada de metal, hasta el fondo del precipicio.

Una de las víctimas era un joven neoyorquino llamado Glenn Chambers, que planeaba empezar un ministerio con “La Voz de los Andes.”

Antes de salir del aeropuerto de Miami temprano ese día, Charles le había escrito una nota a su madre en un pedazo de papel que recogió en la terminal. El papel era una propaganda con la palabra ¿POR QUÉ? dibujada en el centro. Al apuro y preocupado, garrapateó su nota alrededor de esa palabra, la dobló, y la metió en un sobre dirigido a su madre.

La nota llegó después de la noticia de su muerte. Cuando su madre la recibió, allí, clavándole la mirada, estaba esta acosadora pregunta: ¿POR QUÉ?

De todas las preguntas, ésta es la más penetrante, la que más atormenta. Acompaña a toda tragedia. Brotan de los labios de la madre cuyo hijo nace muerto . . . de la esposa que acaba de enterarse de la trágica muerte de su esposo . . . del hijo a quien se le dijo: “Papa no volverá nunca más a casa”; . . . del padre de cinco hijos que acaba de perder su empleo . . . del amigo íntimo del suicida.

¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué ahora? ¿Por qué esto? Nada puede prepararnos por completo para tales momentos. Pocos pensamientos pueden estabilizarnos después . . . tal vez sólo uno.

Considere a Job . . . ¡imagínese lo que sentía!

“Acabas de perder todo tu ganado; se lo robaron. También destruyeron tus ovejas y camellos. A tus empleados los asesinaron, Job. Ah, y una cosa más: tus hijos quedaron aplastados por una tempestad de viento intempestiva; todos están muertos, amigo mío; todos los diez.”

Eso sucedió en realidad. Job recibió todas estas noticias en un breve período de pánico. Poco después se enfermó con llagas que supuraban; de la cabeza a los pies. Afligido, aturdido, en bancarrota. En insoportable dolor, en cuerpo y espíritu. Sin poder hallarle ni pies ni cabeza incluso a una tragedia, ¡mucho menos a cinco! Era agonía en crudo, en bruto, y los cielos guardaban silencio. Ninguna explicación tronó del ámbito celestial. Ni una sola razón; ni una sola. Y entonces su esposa le aconsejó: “¡Maldice a Dios y muérete!”

Con intrepidez Job respondió: “¡Suenas como mujer necia!” Con sabiduría dijo: “¿Vamos a aceptar sólo lo bueno de Dios y nunca la adversidad?”

Note con mucho cuidado de que echó mano Job ese día. No se pierda lo que le hizo salir avante. A diferencia de la posición del estoico: “Sonríe y sopórtalo, o por lo menos aprieta la quijada y aguántalo,” Job echó mano de un gran principio al que se aferró. Formó el nudo al fin de su cuerda; estabilizó su paso; impidió que se destrozara. Ninguna otra verdad elimina la necesidad de preguntar “¿por qué?” como ésta:

DIOS ES DEMASIADO BUENO COMO PARA HACER ALGO CRUEL, DEMASIADO SABIO COMO PARA EQUIVOCARSE, DEMASIADO PROFUNDO COMO PARA EXPLICARSE.

¡Eso fue todo! Job dio por concluida su argumentación aquí.

Es asombroso como el creer en ese profundo enunciado borra el “¿por qué?” de las inequidades de esta tierra.

Fue el mismo nudo que una madre con el corazón destrozado en Nueva York anudó a fines de 1947. La señora Chambers dejó de preguntar ¿Por qué? cuando vio al ¿Quién? detrás de la escena.

Todos los demás sonidos quedan ahogados cuando nos apropiamos de la absoluta soberanía de Dios. Incluso el estruendo ensordecedor de un avión que se estrella.

Tomado de Charles R. Swindoll, The Finishing Touch: Becoming God’s Masterpiece (Dallas: Word, 1994), 170-71.