Éxodo 2:11-15

Moisés era un fugitivo asustado y desilusionado que estaba huyendo para salvar su vida. Su sofisticada educación no significaba ahora nada para él. Su conocimiento de los jeroglíficos y de la cultura egipcia no le brindaba ninguna tranquilidad. Sus victorias militares le parecían huecas. Por su imprudente y precipitado acto de violencia, esos mismos militares querían ahora matarlo. Y con cada paso que daba, probablemente lamentaba en su interior la inoportuna acción, diciendo cosas como: «Se acabó mi vida. Dios nunca, nunca, podrá usarme. Estoy completamente acabado».

Es posible que usted se esté sintiendo igual mientras lee estas palabras. Moisés vivió hace miles de años, pero la situación que he descrito puede ser tan real para usted como el viejo pan que hay en su cocina. Usted dice: «Me he esforzado tanto trabajando. He probado tantas cosas. Me he exigido tanto a mí mismo. Pero no he conseguido nada. Nada me ha funcionado. Es el fin».

Créalo o no, es posible, es posible que usted esté al borde, como nunca, de un gran avance espiritual. Usted no dejará de correr en la carne hasta que llegue a las interminables y secas dunas del desierto. Cuando finalmente llega allí, cuando por fin tropieza y se detiene junto a la exigua sombra de una peña tostada por el sol, se estará diciendo a sí mismo: «¿Me usará Dios alguna vez?», y luego se sienta.

Cuando la vida del ego finalmente se sienta, el pozo de una nueva vida está cerca. ¿Cuándo, por fin, vamos a aprender esto? Las personas capaces, altamente calificadas, prefieren estar siempre en actividad; sentarse va en contra de su naturaleza intrínseca. Pero cuando este golpeado cuarentón llamado Moisés finalmente se desploma sobre el suelo al final de una vida de autosuficiencia, tiene cerca de él agua fría refrescante.

Siéntese, hermano. Sí, como lo oye; ¡siéntese!

Usted ya ha corrido bastante. Se ha apresurado lo suficiente. Ha luchado, exigido y manipulado durante muchos años y Dios finalmente ha captado su atención. Él le está diciendo: «¡Deja de luchar! ¡Detente! ¡Deja que yo lo haga! Siéntate en la arena caliente del desierto donde has llegado por tu propia decisión. Mira lo que tienes junto a ti. Es un pozo, lleno de agua fresca». Dios tendrá luego el placer de sacar el balde lleno para refrescar su alma. Manténgase sentado y tranquilo. Siga así. Haga silencio. Escuche.