El día en que Jesús fue crucificado, una siniestra tiniebla oscureció el sol y cubrió a Jerusalén con una cubierta de mal. Cualquiera que viera estos acontecimientos con ojos carnales pensaría que la oscuridad, el diablo y la muerte habían derrotado al Hijo de Dios de una vez por todas.

Admito que esas tres cosas son la raíz de casi todas mis preocupaciones. Me preocupo por la muerte; en particular por la muerte de mis seres queridos. Me preocupo por la oscuridad, tanto literal como figurada. Me preocupa lo que el diablo anda tramando.

Demonios, oscuridad y muerte. . . todo eso trabajó diligentemente durante  el ministerio de Jesús hasta llegar a este largo y angustioso día. Pero lo que nadie pudo ver es que la muerte del Mesías penetraría la misma esencia del mal.

Tres días después de que Jesús fue puesto en la tumba, un domingo por la mañana María Magdalena y un grupo de mujeres llegaron a la tumba. Al acercarse vieron que la piedra gigantesca había sido puesta a un lado. María Magdalena de inmediato corrió a decirles a Pedro y a Juan: “¡Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto!” (Juan 20:2).

Mientras tanto las otras mujeres miraron más de cerca. La tumba estaba completamente abierta. Los lienzos estaban allí, todavía envueltos e intactos, pero vacíos. El cuerpo había desaparecido. Se quedaron estupefactas por varios momentos, hasta que se dieron cuenta de que dos ángeles se les habían aparecido. Uno estaba sentado en la piedra en tanto que el otro estaba cerca. “¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? No está aquí. ¡Ha resucitado!” (Lucas 24:5-6).

Al salir corriendo de la tumba vacía, encontraron a alguien que calmó sus temores: “Jesús les salió al encuentro y les dijo: «¡Salve!. . . No teman. Vayan y den la noticia a mis hermanos, para que vayan a Galilea. Allí me verán»” (Mateo 28:9–10).

Cuando las mujeres contaron lo que había sucedido, los discípulos pensaron que lo que decían era una locura, o simplemente una exageración. Mientras tanto María Magdalena halló a Pedro y a Juan. Al principio ellos también no le quisieron creer, pero la curiosidad a la larga les ganó y ellos también se fueron corriendo a la tumba.

Cuando Juan llegó, se detuvo a la entrada y miró adentro. Sin detenerse Pedro entró corriendo a la tumba y quedó perplejo por lo que vio. Uniéndose a Pedro dentro de la tumba, pienso que Juan le dijo al oído: “¡Él está vivo!”

Conforme la palabra se difundía, una multitud empezó a reunirse en una casa en Jerusalén. Con las puertas cerradas, una voz familiar se dejó oír en medio de ellos: “«La paz sea con ustedes». Y mientras les decía esto, [Jesús] les mostró sus manos y su costado” (Juan 20:19–20); y ellos creyeron.

Lamentablemente, Tomás, uno de los doce, no estaba allí. Cuando llegó, todos le contaron la experiencia. Tomás no quería creer lo que le decían. “Si yo no veo en sus manos la señal de los clavos, ni meto mi dedo en el lugar de los clavos, y mi mano en su costado, no creeré” (20:25). Ocho días más tarde, Tomás se hallaba dentro de la misma casa, con las puertas más cerradas que antes. “La paz sea con ustedes” (20:26). Jesús, de nuevo se puso en medio de ellos. “Acerca aquí tu dedo, y mira mis manos; extiende aquí tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente” (20:27). Tomás no se movió. No levantó ni un dedo. Respondió como sólo un genuino seguidor de Jesús puede responder: “¡Señor mío, y Dios mío!” (20:28).

Las respuestas de los que conocían a Jesús este domingo por la mañana son paralelas a las respuestas que encuentro todos los días como portador actual de estas buenas noticias.

Algunos creyeron de inmediato. Se les dio más información, recordaron lo que Jesús había predicho durante su ministerio, y aceptaron su resurrección como genuina.

Algunos creyeron cuando vieron la evidencia indirecta. Inicialmente dudaron de la noción, pero al recibir más información, tal como ver la tumba vacía, sabían que Cristo había resucitado.

Algunos creyeron con evidencia directa. Creyeron que Jesús había resucitado sólo cuando le vieron con sus propios ojos.

Los demonios, la oscuridad y la muerte han sido expulsados, y sin embargo continúan disipando un odio implacable contra toda la creación de Dios. Pero no se preocupe. . . Cristo está vivo con un nuevo tipo de vida que anhela darle a cualquiera y a todos los que creen en Él. ¿Forma usted parte de este grupo? O, ¿Ya se ha dado cuenta que necesita un Salvador? ¡Qué bien! El diablo, la oscuridad y la muerte pueden atacar y vanagloriarse, los aguijonazos de la vida aún pueden lastimarle por un tiempo, pero las fuerzas del mal están acercándose a su último aliento. Así que no hay por qué preocuparse . . . ¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente, ha resucitado!