El enemigo de la paz es la preocupación. Cuando la preocupación entra por la puerta del corazón, la paz se escapa por la ventana. Es imposible que ambas coexistan, ya que la preocupación absorbe toda nuestra atención. Nuestros pensamientos giran en torno a los terribles «¿y si . . .?». El miedo enreda nuestras emociones en nudos, y nuestros cuerpos se tensan y se niegan a relajarse. Solo el Espíritu Santo puede drenar la preocupación de ese lugar de agitación. Cuando nos rendimos a Él y le pedimos ayuda, Él envía la paz de Cristo a nuestros corazones. «La paz les dejo, mi paz les doy», dijo Jesús a Sus seguidores (Juan 14:27 NVI). La paz de Cristo es nuestra si la reclamamos, y el Espíritu es el agente que la entrega.

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