No quiero intensificar su culpa; de ninguna manera; pero permítame decir de todas maneras que es probablemente cierto que algunos de ustedes, colegas pastores, están descuidando su hogar, y el ministerio se ha convertido en su querida. Créame; entiendo cómo eso puede suceder. Confieso que han habido períodos en mi propia vida cuando eso ha ocurrido, como ya lo he dicho antes. Habiendo pasado por eso, permítame decirle: no vale la pena. Mi palabra para usted es que aprenda la diferencia entre estar dedicado al ministerio y estar controlado por el ministerio.

¡Usted todavía tiene una familia! Ellos todavía anhelan almorzar con usted. Todavía les encanta recibir una llamada telefónica. Quieren recibir de usted sabiduría pero fuera del púlpito. Todavía anhelan sentir su brazo sobre sus hombros. Todavía quieren que usted saque tiempo para sentarse y calmarse y escuchar. Quieren que usted asista a sus partidos, y vaya a sus presentaciones, y verle que usted se relaja . . . ¡realmente se relaja! Quieren saber que usted puede hacer más en su tiempo libre que estudiar. Quieren realmente oír que se ríe. Ellos son los que constarán en su legado, los que llevan su sangre y su nombre. Lo necesitan. Lo quieren. Después de todo, son los que pueden escribir la biografía no autorizada. Ah, ¡qué pensamiento! No voy a salirme por esa tangente.

Permítame terminar esta entrada citando de un libro que debería conseguir, si sabe inglés. Ken Gire, en su breve volumen A Father’s Gift: The Legacy of Memories (El Regalo de un Padre: El Legado de Recuerdos), concluye con estas palabras de reflexión.

¿Qué retratos recordará mi hijo
cuando venga a la adusta lápida de granito
que marca la tumba de su padre?
¿Qué recordarán mis hijas?
¿O mi esposa? . . .

. . . He resuelto dar menos sermones,
dirigir menos santurronerías hacia ellos,
dar menos críticas,
ofrecer menos opiniones. . . .

. . . De ahora en adelante les daré retratos por los que puedan vivir,
retraros que puedan consolarlos,
animarlo,
y mantenerlos abrigados
en mi ausencia.

Porque cuando yo me haya ido, habrá solo silencio.
Y recuerdos. . . .

. . . De todo
lo que pudiera darles
para hacer su vida un poco más llena,
un poco más rica,
un poco más preparada
para la jornada que les espera delante,
nada se compara al don del recuerdo:
retratos que les muestran que son especiales
y se les quiere.

Retratos que estarán allí
cuando yo ya no esté.

Retratos que tienen dentro
una redención propia.1

  1. Ken Gire, A Father’s Gift: The Legacy of Memories (Grand Rapids: Zondervan, 1992), 51, 53, 57.