Vivimos en una sociedad obsesionada con los logros. Desde pequeños rápidamente aprendemos que para ser valorados, reconocidos y premiados, debemos tener un alto rendimiento. El mundo le asigna valor a una persona de acuerdo al éxito que alcance en la vida. En otras palabras, esa valía personal debe ser ganada con trabajo y esfuerzo. El problema es que los logros humanos dan por resultado recompensas terrenales, lo que alimenta el deseo por más logros que conducen a mayores recompensas. Pero nada de esto produce una satisfacción profunda, una paz interior, el contentamiento del alma o el gozo perdurable. En el proceso de lograr más y ganar más, muy pocos, si llega a haber alguno, aprenden a reír más y de paso se olvidan de algo muy importante: ninguno de estos logros humanos proporciona el favor de Dios.
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