No me importa que me llamen predicador. Uno de los objetivos en mi vida ha sido ser un buen predicador. Eso exige arduo trabajo. Usted lo sabe. La buena comunicación nunca es automática. A veces uno puede pensar que está diciendo las cosas con claridad, sólo para sorprenderse cuando un miembro de la congregación, o incluso la propia esposa de uno, sin que uno se lo pida, le dice que el mensaje fue todo confuso. ¡Todos hemos pasado por eso!

Quiero escribir en los próximos blogs en cuanto a ayudar a que el mensaje se entienda.

El mayor privilegio del mundo es tener personas que nos oigan cuando hablamos. Pero nunca doy por sentado que la congregación viene para escuchar; para en realidad prestar atención. Más bien, por lo general doy por sentado que toman el mensaje como un aire casi ausente. Por consiguiente, tengo que ganarme el derecho de que se me oiga cada día del Señor. Le debemos a nuestras congregaciones prepararles y presentarles buenas comidas. Pienso que eso es lo que Salomón tenía en mente cuando escribió en cuanto al predicador:

Y cuanto más sabio fue el Predicador, tanto más enseñó sabiduría al pueblo; e hizo escuchar, e hizo escudriñar, y compuso muchos proverbios (Eclesiastés 12:9).

¿Notó en donde empieza la predicación? Empieza con ser . . . antes de hacer. Antes de que usted enseñe a la gente tiene que ser un hombre sabio. Recuerde cómo Jesús escogió a los doce, “para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar” (Marcos 3:14). ¿Notó el orden? Primero estuvieron con Jesús, . . . luego predicaron.

El arduo trabajo de la buena predicación empieza en el temor del Señor: verdadera sabiduría. No dé por sentado su presencia. Al trabajar duro para cultivar una relación personal genuina, creciente, con Dios, la sabiduría vendrá.

No tome atajos en ese primer paso.

—Chuck