Hace años el cantante norteamericano, Dan Fogelberg, compuso una canción a su padre titulada “Líder de la Banda.” En el estribillo se llama a sí mismo un “legado vivo” a su papá. Me encanta esa frase. ¿Por qué? Porque habla del impacto que un mentor puede ejercer en la vida de otro.

Cuando miro mi propia vida, veo que soy un legado vivo de un puñado de hombres que se interesaron en mí. Vieron potencial donde yo no lo veía. Me animaron a que sea algo más de lo que era. Uno de los primeros de estos hombres vio el mayor potencial en mí en donde yo lo veía menos. Se llamaba Dick Nieme.

Cuando empecé el tercer curso de secundaria, yo tartamudeaba tanto que casi ni podía terminar una frase. Con ese problema en el habla mi autoestima andaba muy bajo. Aprendí a mantener la boca cerrada y a no hacer olas. ¡El último lugar en donde quería estar era frente a un público!

Me las arreglé para pasar las primeras semanas de este año sin abochornarme a mí mismo, cuando un día, Dick Nieme me halló en los corredores y me aturdió con sus palabras: “Chuck, quiero que seas parte de mi equipo de debate.”

“¿Qu-qu-quién? ¿Y-y-y-yo?” Miré por encima de mi hombro al compañero que estaba detrás de mí. Estaba seguro de que el profesor le estaba hablando a él. “U-u-u-sted l-l-o quiere a él. N-n-n-no m-m-e quiere a mí.”

“No, yo sé que es a ti a quien quiero en el equipo. Quiero que tú estés en el equipo. Tienes la pasta apropiada, Chuck. Simplemente necesitamos echarle mano.” Empezando la semana siguiente, el Dr. Dick Nieme se reunió conmigo desde las 7:15 a las 7:45 cada mañana, antes de clases, para sesiones de terapia del habla. Muy común ahora. Inconcebible en ese entonces. Me ayudó a comprender que mi mente se adelantaba a mi capacidad para formar las palabras apropiadamente con la boca. Mi mente corría por delante de mi boca. (¡Ahora tengo el problema exactamente opuesto!). Me enseñó a calmarme, a poner ritmo a mis pensamientos y concentrarme en empezar las palabras que quería decir. Me dio ejercicios para afinar mi enunciación y me dio un ritmo para cada sílaba.

Me uní al equipo de debate. . . y a la larga, ¡me encantó! Eso me llevó a participar en las obras de teatro del colegio. Nuestro equipo de drama llegó a las finales en la competencia de los dramas en un acto del estado de Texas. Dick Nieme estuvo conmigo en todo eso. Cuando lo hacía mal, él me entrenaba y me animaba. En cada triunfo, él aplaudía. Me presentó el reto y me inspiró, y continuamos fijando metas justo más allá de mi alcance. Finalmente, me presenté a las audiciones para el protagonista del drama en último año. . . y lo conseguí.

Cuando se levantó el telón esa noche, Dick Nieme estaba en primera fila, en un palco. Cuando salí para hacer la venia, él fue primero en ponerse de pie, y el que más aplaudió. En realidad hizo que me abochornara, pero me encantó.

Hoy, más de sesenta años después, miro hacia atrás y me doy cuenta de cuánto le debo a ese hombre. Él creyó en mí. Me respetó. Me puso en el camino a convertirme en el hombre, el predicador, que Dios propuso. Me alegro de que pude expresarle gratitud antes de que muriera. Me alegro de que él supo el impacto que ejerció en por lo menos una vida.

¿Por qué le cuento esto? Porque usted puede ejercer ese tipo de impacto en la vida de alguien. Dios le ha dado un lugar de influencia como pastor. Mire a su alrededor buscando a algún joven que necesita entrenamiento y estímulo. Edifique su vida en los próximos pocos años. Use su carácter tanto como sus palabras. Usted nunca sabrá cómo Dios usará sus esfuerzos como mentor para gloria de Dios.

Yo soy un legado vivo de un puñado de grandes hombres. El primero fue Dick Nieme.

—Chuck