Pasé los primeros diez años de mi matrimonio tratando de transformar a Cynthia en mí. (¿Puede pensar en algo peor que un Chuck femenino?)

Finalmente, ella se hartó. Nunca se me olvidará cuando me dijo: "Ya no quiero que le sigas diciendo a las personas que somos ‘socios’ porque no lo somos. Yo crio a tus hijos, y preparo tus comidas, y limpio la casa, pero yo no soy realmente tu socio". Entonces ella agregó, "Tú nunca me has aceptado por quien realmente soy."

"Sí, lo he hecho," le contesté rápidamente.

"No, no lo has hecho."

"Sí, lo he hecho".

"No, ¡no lo has hecho!" al estar parados frente a frente en la cocina, alcé la voz, y ella alzó la voz, hasta que finalmente se alejó con lágrimas en los ojos. . . Y yo me quedé mirando un fregadero lleno de platos.

Al lavar los platos reflexioné en sus palabras y finalmente me ablandé. Tenía que admitir que ella tenía razón.

Nos tomó un proceso de cuatro años para romper ese hábito en mí. Implicó que ambos buscáramos consejería. . . Fue doloroso pero muy útil. Casi me aniquiló, pero me di cuenta de lo cierto de su crítica. No solía animarla mucho en aquellos tiempos. Ella realmente no era mi "socia". Gracias a Dios, eso comenzó a cambiar. ¡Yo cambié!

Muchos años después, en una reunión con algunos amigos de nuestro ministerio de radio, alguien le preguntó a Cynthia, "¿por qué no comparte usted algunas cosas acerca de la transmisión?” Ella se levantó y dijo brevemente la historia del ministerio. Cerró diciendo, "lo mejor acerca de esto es que Chuck y yo somos socios". En ese momento su declaración puso un nudo grande en mi garganta. Ella no había dicho la palabra "S" desde aquella vez, años atrás en la cocina fría. Seré honesto. . . Nosotros casi nos separamos en esos primeros diez años. Pero no lo hicimos porque ella permaneció conmigo. Ella permaneció firme.

El otoño pasado, la iglesia donde sirvo como pastor celebró su décimo segundo aniversario. No le puedo decir la cantidad de veces que durante esos años quise decir: “ya me voy de aquí”. En una ocasión, me recosté en la cama con lágrimas que recorrían mi rostro, y le suspiré a Cynthia, "Hasta aquí llegué. Ya no puedo más".

"Sí, sí puedes," contestó ella con calma.

"No, ya no más". (Estoy seguro que a estas alturas usted ya se ha dado cuenta de que Cynthia y yo nos hemos ido a la cama, en más de una ocasión, con pequeños desacuerdos). "Es que no entiendes," le dije.

" entiendo," me contestó. "No vas a renunciar".

"Sí lo voy a hacer," sollocé. "Mañana temprano. . . les diré que renuncio".

"¿Cuántas personas hay en nuestra congregación?" me preguntó. "La mayoría ni siquiera sabe que hay un problema. No te atrevas a hacerles esto". Ella tenía razón. . . Otra vez.

Le debo tanto a Cynthia—más que nuestro matrimonio y nuestro ministerio. Ella me ha animado y exhortado con su ejemplo de permanecer firme cuando las cosas se ponen difíciles. Y como resultado, puedo mirar al pasado y ver la mano de Dios. Puedo celebrar más de doce años en nuestra iglesia, más de treinta años en el ministerio radial, y más de cincuenta años de matrimonio con mi "socia". Esas son las cosas de las que me habría perdido si hubiera renunciado.

Algunos de ustedes están al borde de renunciar a algo cuando deberían permanecer firmes. Está determinado a vivir para Jesús en su matrimonio, pero es una trabajo exhaustivo. Ora por ese hijo—o por aquel padre que está envejeciendo—y nada cambia. O quizás no está recibiendo el crédito que merece en la iglesia, o no está consiguiendo los resultados que espera. El esperar en el Señor es la parte más difícil de la vida cristiana. (Solo pregúntela a Cynthia). Pero Dios hace Su trabajo más grande en las vidas de los que esperan en Él (vea Lamentaciones 3:22–32). Le insto, mi amigo, a permanecer firme. Dios trabaja aunque usted no lo pueda ver.

Nunca me he arrepentido de todas las veces en las que no renuncié. . .aunque en ese tiempo era lo único que podía hacer para quedarme. Estoy tan contento por nunca haberlo hecho.

Y usted también lo estará.

—Chuck