Ser líder puede
ser horriblemente solitario y terriblemente frustrante.

No siempre
había creído eso. La verdad es que, cuando yo era un seminarista iluso
empezando en 1959 (¿puede en realidad haber sido hace cincuenta años?), tenía la idea peregrina de que el líder vivía una
vida encantadora; especialmente el líder espiritual. Mi fantasía incluía
personas contentas por dondequiera sonriendo y agradecidas, abundante tiempo
para pensar, estudiar e investigar con tranquilidad, pocas interrupciones,
proyectos de construcción sencillos y rápidos, ningún apuro financiero,
sesiones cortas de asesoramiento con gente que estaba anhelante y feliz de
ajustar sus vidas de acuerdo a las Escrituras, energía interminable, pocos
comités, sermones que virtualmente saltaban del texto y a mis notas, respecto
sin cuestionamiento, aplauso fuerte, y armonía sin fin. Ningún conflicto.
Ninguna confrontación . . . ¡sin broma!

Usted
sonríe. Le dije que era una fantasía.

Es asombroso
lo que más de cuatro décadas pueden hacer a un canasto lleno de teorías. Hoy le
diría a todo el que piensa en llegar a ser un líder espiritual que lo piense
otra vez. No es que no se los necesite; como es sabido, este viejo planeta mal
genio rebosando de humanidad depravada siempre puede usar unos pocos líderes
más que son creyentes hasta el tuétano. El problema es que es una tarea mucho
más solitaria de lo que solía ser.

Parte de eso
se espera. Nadie que habla por Dios puede pasar todo su tiempo con gente. Es
más, estar a solas es una disciplina saludable y necesaria. Pero hay algunas
cosas que usted tiene que decidir y enfrentar que quitan mucho la diversión a
dirigir. Y sin que importe de qué lado caiga uno, siempre hay el otro lado; y
las frustraciones pueden ser abiertamente enloquecedoras.

A mí me
ayuda volver regularmente a mi “llamado”; aquel momento cuando entendí por primera
vez que Dios me estaba llamando al ministerio del evangelio. Estando a miles de
kilómetros de casa, encerrado en una diminuta isla en el Pacífico del sur por
más de un año, distintivamente recuerdo el impulso interno de seguridad de que
yo no hallaría ni satisfacción ni felicidad haciendo otra cosa que el
ministerio del evangelio.

Eso quería
decir cambiar carreras y volver a los estudios. No importa. Quería decir volver a ensamblar mi maquinaria mental
para toda una vida de estudio. No
importa.
Quería decir vivir mi vida bajo el escrutinio siempre curioso y a
veces exigente del ojo público, y si es necesario, estar dispuesto a trepar por
las paredes por causa del evangelio. No
importa.
Dios le había hablado a mi corazón, y no había vuelta atrás. Era
cuestión de obediencia.

Pasaré el
resto de mis años abrumado por la gracia de Dios a llamarme a mí; a mí, de
entre toda la gente improbable, para trabajar en su viña. A pesar de la soledad
y las frustraciones, absolutamente me encanta. A decir verdad, ¡estoy
divirtiéndome de lo lindo!

Pero eso no
quiere decir que no lo tome en serio. Hablaré de eso la próxima vez.

—Chuck