Romanos 8:28-30

¿Alguna vez ha sentido pena por alguna porción de las Escrituras? Yo de seguro que sí. Estoy hablando de porciones como Juan 3:17, Hebreos 4:13, 1 Juan 1:10 y Filipenses 4:14. Grandes versículos, todos. . . pero la popularidad de sus vecinos de al lado ha hecho que sean prácticamente ignorados.

 

Toda persona que pasa, aunque sea un poco de tiempo, en la Familia puede recitar Proverbios 3:5-6, pero desafortunadamente, un versículo siete que es igualmente significativo se queda mendigando para que se lo tome en cuenta. Y considere Gálatas 2:20. Es tan poderoso, tan magnífico, que a menudo es tomado como el último y culminante versículo del capítulo, pero en realidad es el penúltimo. ¿Pero quién de todos se sabrá Gálatas 2:21 de memoria? El Salmo veintitrés es el más famoso de todos en el antiguo himnario, pero está como emparedado entre otros dos salmos que, cuando se los estudia, entregan un fruto que es suculento para el alma y, en realidad, mucho más vital, teológicamente, que el popular y pintoresco «salmo del pastor».

 

Quizás el ejemplo más obvio es uno de los capítulos más grandes que Pablo haya escrito, Romanos 8. Desde que estuvimos en las faldas de nuestra madre hemos sido nutridos por el versículo veintiocho. Nos trae consuelo cuando nuestro mundo se nos viene encima. Suaviza los golpes de la calamidad. Nos calma cuando el pánico quisiera robarnos la paz. Nos tranquiliza cuando el mal triunfa por un tiempo. . . cuando la fiebre no acaba. . . cuando el riachuelo se seca. . . cuando la muerte ataca. Casi no hace falta que lo detalle.

 

«Y sabemos que Dios hace que todas las cosas cooperen para el bien de quienes lo aman y son llamados según el propósito que él tiene para ellos».

¡Palabras grandes! Pero dejadas solas, están incompletas. Cualquiera que se haya tomado el tiempo para mirar descubrirá que este versículo inicia una reacción en cadena que no se acaba antes de llegar a la magnífica declaración que se encuentra en los últimos dos versículos de Romanos 8, que nos aseguran de nuestra inseparable relación de amor con el Dios vivo.

Entretejido en la tela de este traje elegante de la verdad hay un hilo a menudo olvidado y fácilmente pasado por alto que le añade riqueza y color. Porque no tiene la elocuencia del versículo 28, porque no pasa por la lengua con tanta facilidad, tiende a quedar perdida entre las frases más obvias y atractivas. Me refiero al versículo que sigue al versículo 28, la que explica por qué «todas las cosas cooperen para el bien de quienes lo aman». ¿Por qué?

«Pues Dios conoció a los suyos de antemano y los eligió para que llegaran a ser como su Hijo, a fin de que su Hijo fuera el hijo mayor entre muchos hermanos».

Dicho de manera simple, somos el proyecto personal de Dios. Dios está comprometido con la tarea de trabajar en nosotros, desarrollando, reordenando y profundizándonos para que las características de «Su Hijo» comiencen a tomar forma. La imagen emergente del Hijo en nosotros es de importancia principal para el Padre. De hecho, es imposible frustrar Su compromiso con el proyecto. Su trabajo sigue adelante, aunque gritemos y retorzamos, dudemos y debatamos, corramos y evitemos. No se lo puede negar, los instrumentos que Él usa duelen, pero todo «coopera para el bien». Se requiere de tensión para lograr la textura correcta. Sin ella, olvídelo. Tengo una historia que «pesca», que explicará lo que quiero decir. Se lo contaré en la segunda parte.

Tomado de Come Before Winter and Share My Hope, Copyright © 1985, 1988, 1994 por Charles R. Swindoll, Inc. Todos los derechos reservados mundialmente. Usado con permiso.