La obra de Dios es sagrada. Así que cuando el que está dedicado al ministerio del evangelio desafía de manera repetida las altas y santas normas de Dios, es preciso sacar del ministerio a ese individuo. El juicio y orden del apóstol Pablo son incuestionables. La misma razón porque la obra de Dios es santa se debe a que Dios es santo. Los que ministran nunca lo harán sin fracasar aquí y allá, porque nadie es tan santo como Dios lo es. La gracia de Dios, sin embargo, es suficiente para perdonar esas fragilidades. Pero es preciso confrontar y sacar el ministerio a los que esconden un estilo de vida de pecado detrás de la fachada del ministerio sagrado.

La consecuencia de violar la obra sagrada de Dios, que se realiza para la gloria de Dios y la edificación del cuerpo de Cristo, es severa: descalificación del ministerio; porque la obra de Dios lleva la marca de Dios y refleja su reputación. Debido a que esto es así, Dios fija los límites dentro de los cuales se debe realizar su obra. Las normas son elevadas y sagradas. Por eso Pablo les advirtió a Timoteo y a Tito que atiendan con toda prolijidad cualquier acusación contra los que ministran, pero que no titubeen cuando es necesaria la confrontación.

Del tabernáculo al templo y a los corazones

Desde que creó a la humanidad Dios ha estado obrando en las vidas de su pueblo. En su creatividad infinita, Dios ha variado los métodos por los que se realiza su obra sagrada, pero su norma nunca ha cambiado: Él exige santidad de los que le sirven.

Después de que el Señor sacó a Israel de la esclavitud en Egipto, y ellos anduvieron vagando por el desierto, hacer la obra del Señor consistía en servir en el tabernáculo, que era un edificio portátil en donde el pueblo adoraba. Los sacerdotes que servían llevaban vestidos sagrados, hacían su obra alrededor de muebles sagrados, leían las Escrituras sagradas, y realizaban sacrificios sagrados para los propósitos sagrados de Dios (Éxodo 39—40). Los sacerdotes que no mantenían la santidad de la obra de Dios a menudo lo pagaban con sus vidas, porque Dios toma en serio el hecho de que se haga su obra a la manera de Dios (Números 3:4; 1 Samuel 2:12-17, 22-25, 34).

Bajo el reinado de Salomón el lugar de adoración a Dios cambió de algo temporal a algo permanente con la construcción del templo de Jerusalén (1 Crónicas 28—29; 2 Crónicas 2—3). La estructura tal vez cambió, pero la norma de Dios siguió vigente. La obra de Dios continuó siendo sagrada. Con el paso del tiempo, a la larga el templo fue destruido porque el pueblo de Dios hizo acomodos con las normas de Dios (2 Crónicas 36:14-19).

Después de un tiempo, y en su gracia y misericordia, Dios envió a su Hijo a la tierra para que muriera, quitando la barrera del pecado entre Dios y los seres humanos. Después de que Jesucristo resucitó y antes de ascender al cielo, Jesús envió a su Espíritu (Juan 14:16-19; Efesios 3:16-17), ya no para habitar en templos “hechos por manos humanas” (Hechos 7:48), sino en templos hechos por manos divinas. Ya no reside en un edificio, sino que Dios ha pasado a las vidas de los suyos (1 Corintios 3:16; 6:19). Los que somos creyentes formamos “la iglesia del Dios viviente” (1 Timoteo 3:15). Del tabernáculo al templo, y a los corazones; la norma divina de santidad nunca ha cambiado. Es mucho más personal ahora.

Cuando un líder es acusado

La amonestación de Pablo en 1 Corintios se aplica a todos los creyentes, pero debe ser de interés particular para los dirigentes del ministerio. Dios ofrece perdón tanto para el creyente común como para el dirigente; pero para el dirigente que hace daño a su cuerpo, así como también a la iglesia de Dios, también hay castigo. Como diremos más abajo, Pablo instruyó a Tito que reprenda a los dirigentes que se han dejado arrastrar al pecado del conflicto y disputas divisivas. Pero primero veremos cómo Pablo instruyó a otro de sus jóvenes pupilos, Timoteo, en cuanto a cómo lidiar con los dirigentes que pecan.

En ocasiones en la vida de una iglesia de Cristo, surge una acusación contra alguno de sus dirigentes espirituales. Así que Pablo le instruyó a Timoteo que no hiciera caso de los rumores, y que hiciera oídos sordos a los chismes o sospechas, y que no se precipite a tomar decisiones respecto a todo rumor. Fijando el nivel bien en alto, Timoteo debía recibir sólo evidencia sólida, acompañada de información factible y demostrable, presentada por “dos o tres testigos” (1 Timoteo 5:19).

La ofensa, una vez que se la verificaba, no se la debía pasar por alto, ni resolverla en secreto, ni soslayarla, ni tampoco esconderla debajo de la alfombra. Más bien, al ofensor se le debía reprender “delante de todos” (5:20). La razón se indica con claridad: “para que los demás también teman.” Puesto que Pablo estaba hablando de asuntos de liderazgo, lo más probable es que ese “todos” representa también a todos los que han sido afectados por el liderazgo del ofensor; es decir, todos los que tienen necesidad de saberlo y todos aquellos cuyas vidas han recibido el impacto directo del líder que está siendo acusado. Conforme se comunica abiertamente la información, un temor apropiado llenará al pueblo de Dios. Si alguien de la congregación practica el mismo pecado, o algo similar, su corazón sentirá el aguijonazo de la convicción.

Pablo tomó muy en serio lo sagrado de la obra de Dios. Por eso le recalcó a Timoteo la necesidad de mantener el estándar divino de santidad. “Te encarezco,” le escribió a Timoteo (5:21). Como alguien que presta juramento en una corte, Pablo le encargó a Timoteo “delante de Dios y del Señor Jesucristo, y de sus ángeles escogidos,” que preserve la obra santa de Dios dentro del templo, la iglesia. También dijo que los principios para investigar y reprender al dirigente que peca no se deben aplicar con “prejuicios” o “parcialidad,” independientemente de quién sea el acusado. Recalcó que todo líder que decide llevar una vida doble: una vida de santidad en público pero de pecado en lo privado, debía ser reprendido.

Dedicarse a la obra de Dios es asunto serio, debido a que el ministerio es sagrado. Por consiguiente, Pablo le instruyó a Timoteo que sea cauto al imponer las manos sobre alguien para comisionarlo para el ministerio santo (1 Timoteo 5:22).

Cuando un dirigente cae

Pablo le instruyó a Timoteo que reprenda al dirigente que peca. Pero, ¿qué tal si ese dirigente continúa en su pecado, y continúa tapando el hedor del mismo bajo el perfume de lo sagrado? Y, como fue el caso en Creta, ¿qué tal si su pecado está produciendo facciones dentro de la iglesia? ¿Qué, entonces?

Pablo fue sucinto y brutalmente claro: ¡es preciso rechazar a tal persona divisiva (Tito 3:10)! La palabra griega que Pablo usó lleva la acción rigurosa de “expulsar” a alguien. O, todavía más fuerte, “obligarlo a salir.” ¿Por qué una acción tan drástica? Si se permite que la persona que causa división, distinción o trastorno en la iglesia continúe, sus acciones pueden destruir a la iglesia, el templo de Dios (1 Corintios 3:17). Este consejo se aplica de manera especial a los dirigentes de la iglesia local, pero también se puede aplicar a cualquier ministerio. Lo sagrado de la obra de Dios no está confinado a las cuatro paredes de un templo, sino que también se extiende a los ministerios paraeclesiásticos, organizaciones misioneras, y veintenas de otros ministerios.

El pasaje bíblico nos dice que Tito no debía rechazar al dirigente acusado sin investigación cuidadosa. Tal como Timoteo, debía hacer todo esfuerzo por confirmar que la información sea correcta y advertir al dirigente que peca; no una vez, sino dos, antes de tomar decisiones más severas (Tito 3:10). Si el dirigente sorprendido en pecado no prestaba atención a las advertencias, sólo entonces era preciso rechazarlo.

¿Por qué una persona así va a rechazar la oportunidad de arrepentirse cuando se le ha extendido gracia dos veces? Pablo dijo que se debía a que tal persona divisiva “se ha pervertido.” La palabra griega significa literalmente trastornarse, retorcerse, torcerse. Una persona pervertida no puede andar en línea recta, como el borracho anda a tropezones. Esa persona está en pecado, escogiendo expresamente violar las normas divinas de santidad. Como tal, ese individuo ya se ha condenado a sí mismo.

Tal vez nada tiene más potencial de trastornar la obra sagrada de Dios que el pecado voluntario, deliberado y repetido de los que se dedican al ministerio. Por eso Pablo es tan contundente es su instrucción: “rechaza al que causa divisiones, . . . porque se ha pervertido” (ver Tito 3:10-11).

Conclusión

Si alguna vez usted ha sido parte de una iglesia que ha tenido que aplicar disciplina a un dirigente descarriado, usted sabe la tristeza y dolor que acompaña a esto de “reprender” y “rechazar” a un amado siervo de Dios. Si usted ha sido parte de una iglesia que debía haber disciplinado a un dirigente que ha pecado, pero no lo hizo, usted sabe la frustración e ira de ver como la obra de Dios queda manchada. Si usted ha sido miembro de una iglesia que nunca ha tenido un dirigente “retorcido y pecador,” siéntase de lo más afortunado. Independientemente de cuál haya sido su experiencia pasada, usted o los dirigentes de su iglesia en algún momento pueden verse frente a la difícil obligación de confrontar a un ministro que peca. Cuando llegue ese día, estos son cinco principios prácticos y probados que hay que seguir.

Primero, debemos obtener información precisa basada en hechos. Si nos hemos comprometido a mantener la integridad del ministerio de Dios, debemos estar dispuestos a hacer las cosas difíciles. Esto exige la capacidad de discernir y escuchar sólo a los hechos sólidos: no a los rumores, chismes o insinuaciones.

Segundo, debemos aplicar acción disciplinaria sólo cuando será para el mayor bien del ministerio y beneficio del individuo. El aguijonazo del pecado de un dirigente del ministerio indudablemente nos parte el corazón, pero nuestra disciplina nunca debe ser un ataque personal. Debemos entender que la expulsión a veces es necesaria por amor a la iglesia como un todo, y para purgar el pecado en la vida del individuo.

Tercero, debemos aplicar disciplina en un espíritu de amor e interés genuinos por la persona. También debemos tener presente que Dios ama al dirigente caído, y nos llama a que lo amemos tal como Cristo lo ama. No defendemos lo sagrado de la obra de Dios si no aplicamos disciplina a la manera de Dios: con gracia divina.

Cuarto, debemos aplicar la acción disciplinaria sólo después de mucha oración. En nuestro celo por la verdad, podemos vernos tentados a simplemente expulsar al dirigente que peca, pero debemos someternos a la sabiduría del Espíritu Santo. Debemos abordar la situación con integridad, discernimiento y humildad.
Finalmente, debemos tener como meta la restauración del individuo. La acción disciplinaria nunca debe ser para condenar, si no para buscar el arrepentimiento y reconciliación completos del individuo.

Hay ocasiones cuando hacer lo difícil es, en realidad, lo mejor. Esto es especialmente cierto cuando se trata de la obra sagrada de Dios. Dios siempre sostiene una norma cada vez más alta para los que manejan su Palabra y trabajan con su pueblo. Santiago, el medio hermano de Jesús, entendió la obra elevada y santa del ministro. Por eso advirtió: “Hermanos míos, no haya entre ustedes tantos maestros, pues ya saben que quienes enseñamos seremos juzgados con más severidad” (Santiago 3:1). Al dirigente que rehúsa arrepentirse de su pecado, parte de “ser juzgado con más severidad” incluye las consecuencias de la reprensión y expulsión.

Aunque a nadie le encanta aplicar tal castigo, la obra de Dios es demasiado importante como para evitar lo difícil de la confrontación cuando en realidad es lo mejor para la iglesia y para el dirigente que peca.

Traducido de una adaptación de Insight for Living, “When Doing What’s Hard Is Best,” Tough Grace in Difficult Places: A Study of the Book of Titus Bible Companion (Plano, Tex.: Insight for Living), 91-100. Copyright © 2007 por Charles R. Swindoll, Inc. Reservados mundialmente todos los derechos.