Era el más horrible de todos los dioses de la mitología griega, con cuernos de cabra en la cabeza, cascos de cabra en lugar de pies, y con el cuerpo recubierto de pelambre de cabra. Pero este medio hombre, medio dios y medio chivo, Pan, era alegre, y andaba brincando por los matorrales y montañas, tocando su flauta de caña. Fue entre los árboles y riscos escabrosos de Cesarea de Filipo que se levantó el templo a Pan. En la base de este templo había una cueva larga que los que lo adoraban pensaban que era la puerta al más allá. Los adoradores arrojaban cabras desde el precipicio a la boca de la cueva con la esperanza de que su sacrificio fuera aceptable a Pan.
Fue en las cercanías de esta gruta, la supuesta entrada al Hades, que Jesús prometió: “edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.” (Mateo 16:18). Empezando con un pequeño grupo de marginados judíos en Jerusalén hace dos mil años, Cristo edificó su iglesia para que llegara incluso a las partes más remotas del mundo. Y desde ese día hasta hoy, Satanás ha intentado destruir a la iglesia de Cristo; y sin embargo ella persiste. A pesar de controversias, guerras y divisiones denominacionales, la iglesia continúa como el medio por el cual Dios anuncia a un mundo oscuro y moribundo que la luz de la vida ha venido en la persona de su Hijo, Jesucristo.