Yo devoro ilustraciones. Tengo cajas y cajas de ilustraciones que he guardado y archivado (y ocasionalmente, perdido). Son invaluables para mi predicación.
Una buena ilustración vale cada minuto que toma en el sermón. No siempre lo pensé así. Solía pensar que una ilustración era tiempo desperdiciado. He cambiado de opinión. Los hombres y mujeres que me han ministrado más profundamente son personas que han sido capaces de tomar un relato y ayudarme a ver su pertinencia a la luz de la verdad bíblica.
En todos los años y en todo lugar en que he desarrollado el ministerio, he aprendido el valor de buenas ilustraciones, ilustraciones interesantes, ilustraciones que captan la atención y aclaran la mente de los oyentes; ilustraciones que abren las ventanas y tienen elementos de sorpresa, arrojando luz sobre la verdad. Más veces de las que puedo recordar he observado a Dios abriendo los ojos y destapando los oídos (para no mencionar ablandando corazones) de otros, muchos de los cuales estaban decididos y resueltos a no darme ni la hora . . . hasta que se vieron cautivados y obligados a escuchar. Una ilustración bien escogida puede transformar a un escéptico hostil en un participante interesado. Lo sé; lo he visto sucederse.
Aprenda a relatar cuentos; incluso si el cuento consiste sólo en tres frases. Preste atención a la forma en que expresa su frase. Ponga atención a los detalles. No necesita muchas palabras, pero sí necesita algo de color para que sus cuentos lleguen. Muestre emoción. Gesticule. Alce y baje la voz. Incluso puede hablar en un susurro. Cuando uno enseña las Escrituras y las aplica, la gente puede olvidarse de las penetrantes observaciones que uno hizo en cuanto al texto; pero, créame, nunca olvidarán las ilustraciones significativas y creativas.
Todo buen novelista conoce el axioma: “Muestra, no digas.” Eso funciona también en la predicación. Incluso Jesús, el Predicador Maestro, contó relatos para ilustrar la verdad bíblica. ¿Podríamos acaso no hacer lo mismo?
—Chuck