Sin querer ser mal entendido, permítame decir—sin vergüenza o pena—que me encantan los himnos antiguos.

A través de mi vida cristiana, he atesorado las declaraciones históricas de fe de la iglesia. He memorizado muchos de ellos. Han sido mis más estimados compañeros en horas oscuras de soledad y desánimo. Son también mis más grandes alentadores en tiempos de celebración y adoración.

Yo seré el primero en admitir que aunque no hay nada, en sí, santo en un himnario, los himnos son una parte importante de nuestra antigua herencia cristiana. ¿Por qué? Porque la teología de los himnos es demasiado rica y beneficiosa para perderla. Los escritores de los himnos fueron poetas y
músicos (rara vez la misma persona) que supieron cómo tejer la teología y la melodía en composiciones espléndidas. Nos dieron palabras para la alabanza y música maravillosa. Uno de los beneficios de la música—sin importar el estilo—es que nos ayudan a cimentar la verdad en nuestros cerebros más firmemente que únicamente la memorización de las palabras. Recordamos palabras más fácilmente si éstas están conectadas a una melodía. Los himnos nos recuerdan verdades profundas y prácticas, no sólo para tiempos de alabanza, sino también para tiempos de prueba y dolor. Cuando los cantamos es como si estuviéramos parados junto a aquellas grandes vidas que han pasado antes de nosotros, profundizamos nuestras raíces.

Sin embargo, permítame agregar rápidamente que la ley canónica de música para la alabanza no está cerrada. Además de los himnos, cada nueva generación debe continuar componiendo frescos coros, nuevas alabanzas y majestuosos himnos ricos en teología. ¡Así es como debe de ser—es bíblico!

Aquellas iglesias que son tan tradicionales que creen que sólo deberíamos de cantar himnos se han olvidado de las palabras de David, el dulce salmista de Israel, quien escribió:

Oh Dios, un cántico nuevo te cantaré;
Con arpas de diez cuerdas cantaré alabanzas a ti, (Salmo 144:9, énfasis añadido)

Después observamos que el profeta Isaías y el apóstol Juan utilizaron palabras similares (Isaías 42:10; Apocalipsis 5:9). ¡La adoración de nuestro Creador debe permanecer fresca, creativa y siempre nueva!

No hay nada malo en cantar nuevos cánticos. Pero debemos estar seguros de que las canciones que componemos y cantamos expresen una sana doctrina en lugar de una filosofía centrada en el hombre. El clamar simplemente: "El Señor me dio esta canción," no la califica para la alabanza pública. (¡Han habido momentos en los que he deseado que el cantante le devolviera la canción al Señor!) Aún
los cristianos en el primer siglo fueron instados a "probar" las palabras que oían (1 Juan 4:1–6). Además, una buena melodía nunca debe hacernos ignorar el pensamiento crítico. La armonía no dispensa ni eclipsa a la herejía. La letra toma significado sólo cuando ha sido filtrada a través del perfecto texto de las Sagradas Escrituras.

La música puede ser nueva. . .pero las verdades que la música proclama no deben de serlo.

—Chuck