«Pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni lo presente ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la creación podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor» —Romanos 8:38-39 NVI
¿Necesitas una razón para sonreír? Presta atención a los destellos de gozo que Dios ha escondido en los rincones de tu vida cotidiana… y serás transformado por un Dios amoroso, generoso, maravilloso, ¡y gloriosamente sorprendente!
En el fondo de mi clóset conservo una falda escocesa. Tiene más de veinticinco años, es cinco tallas más chica, y hace mucho tiempo pasó de moda. Créeme, no hay forma de que vuelva a ponérmela. ¿Y deshacerme de ella? Ni pensarlo. Mi papá me la regaló.
Y todo lo que venga de él pienso conservarlo. Aunque ha estado con el Señor por más de dieciocho años, en mi mente sigue tan vivo como siempre. Fue un hombre maravilloso: capaz, tierno, divertido, sabio y profundamente inteligente. Para mí, era el mejor hombre del planeta.
Entre nosotros existía una especie de «sociedad de admiración mutua». Recuerdo un año en que no sabía qué regalarle para su cumpleaños, y mis hermanos bromearon diciendo que le regalara una foto mía enmarcada, velas y cerillos. «Como ya te idolatra», dijeron, «podrá construirte un pequeño santuario».
Papá me dio muchos regalos tangibles y otros tantos intangibles. Me escribía cada semana mientras estuve en la universidad, y continuó haciéndolo por años después, mientras trabajaba en otra ciudad. Sus cartas rebosaban de amor, aliento con la Palabra de Dios y una profunda comprensión de quién soy, no solo como su hija, sino como persona. Siempre dejó claro que mi bienestar era su prioridad. Su generosidad abundante, su amor incondicional y su sensibilidad hacia mis necesidades más profundas hicieron de él el único equipo de animadoras que necesité. Gracias a él tuve un ejemplo extraordinario de cómo es un Padre celestial lleno de gracia y ternura.
Quizá tú no tuviste un padre terrenal así, pero si eres hijo o hija de Dios, tienes un Padre celestial que sobrepasa toda expectativa. Mi papá parecía el líder de nuestra casa, pero lo era porque conocía personalmente al verdadero Líder. Su relación con Cristo fue lo que lo hizo un hombre admirable. Y esa es la maravilla: cada uno de nosotros que conoce a Cristo personalmente puede relacionarse con un Padre perfecto y llegar a ser más como Él cada día. ¡Qué extraordinario privilegio!
Al convertirnos en parte de la familia de Dios, recibimos innumerables regalos. Aquí te present solo algunos:
- Fuimos liberados de la ley que nos condenaba para vivir bajo la gracia inmerecida (Romanos 6:14; Gálatas 3:25).
- Tenemos acceso directo al trono de Dios para alabar y pedir (Hebreos 4:14-16).
- El Espíritu Santo habita en nosotros y nos acompaña en cada prueba y dolor (1 Corintios 6:19; 2 Corintios 1:21-22).
- Se nos prometió una vida eterna y un glorioso hogar en el cielo (1 Juan 5:11).
- Recibimos una misión con un propósito eterno (Mateo 28:19).
- Somos perdonados de todos nuestros pecados (Efesios 1:7; Colosenses 1:13-14).
- Dios promete suplir todas nuestras necesidades (Filipenses 4:19).
- Nos asegura que jamás nos dejará ni nos abandonará (Salmo 37:25; Hebreos 13:5).
Y eso, querido lector, es solo el comienzo. ¿Lo mejor? ¡Estos regalos son gratuitos!
Los recibimos simplemente por creer en lo que Dios ha dicho, aceptar lo que Él ha hecho y abrazar quién es Él: el dador de vida abundante y eterna.
Nada es ordinario en el Dios que conocemos ni en el Padre que anhelamos servir. Él es generoso sin medida, exuberante en Su amor y extravagante en Su entrega. Dios es extraordinario en todo sentido, gloriosamente desbordante.
Si tan solo vislumbráramos un poco de Su grandeza, nuestras vidas jamás volverían a ser iguales. Sin embargo, Él ya se ha revelado plenamente en la persona de Jesucristo. Lo vemos cada día en la creación, en la vida de otros y en nuestras propias experiencias. Muchas veces no lo notamos… pero Él está allí. Solo necesitamos aprender a mirar.
Así que… ¡prestemos atención! Permitamos que nuestro diario vivir sea invadido y transformado por este Dios lleno de amor, gracia y asombro. El gozo que Él nos da no depende de las circunstancias.
Su gracia es inmerecida, inesperada, incansable. Su Palabra declara: «Pero a todos los que creyeron en él y lo recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios» (Juan 1:12, NTV).
¿Y la paz? La Biblia promete: «Así experimentarán la paz de Dios, que supera todo lo que podemos entender. La paz de Dios cuidará su corazón y su mente mientras vivan en Cristo Jesús» (Filipenses 4:7, NTV). ¿Quién no querría vivir una vida transformada por esa clase de paz?
Su amor nunca termina, ni siquiera se tambalea. Pablo se maravillaba diciendo: «Estoy convencido de que nada podrá jamás separarnos del amor de Dios» (Romanos 8:38-39, NTV).
¿Y qué decir de la libertad? ¡Maravillosa libertad! Libertad de la ley, libertad en Cristo, libertad para ser lo que fuimos creados para ser. «Cristo nos libertó para que vivamos en libertad. Por lo tanto, manténganse firmes y no se sometan nuevamente al yugo de esclavitud» (Gálatas 5:1).
Y, sin duda, Dios nos ha dado una esperanza gloriosamente desbordante. La esperanza nos permite sentir lo intangible, imaginar lo invisible y alcanzar lo imposible. Creemos que Dios cumple sus promesas y las esperamos con confianza. Lo que Dios dijo a Su pueblo por medio del profeta Jeremías sigue siendo cierto para nosotros: «Porque yo sé los planes que tengo para ustedes—afirma el SEÑOR—planes de bienestar y no de calamidad, a fin de darles un futuro y una esperanza» (Jeremías 29:11, NVI).
Todo el plan de Dios para reconciliar a la humanidad consigo mismo fue absolutamente extraordinario. Por eso no debería sorprendernos que Su Hijo también lo fuera. Jesús fue un hombre de paradojas. Sorprendía, conmovía, escandalizaba o deleitaba a todos los que lo conocían.
Así también será la vida de sus seguidores. Tendremos giros inesperados, y a veces, pareceremos «fuera de lugar» en un mundo que no reconoce la gloria que Cristo ha depositado en nosotros. Como dijo Thelma Wells: «Ser una mujer de fe es como tener el elevador dañado: no llega al último piso. Tu reloj camina en reversa. Tu carreta va delante del caballo. Pero tu gozo siempre arde, ¡incluso en medio de tu fragilidad!».
Si realmente tomáramos a Dios en serio y viviéramos según estas gloriosas realidades, nuestra vida estaría marcada por lo que Eugene Peterson llama «el mensaje llano de Cristo». No solo experimentaríamos una reforma moral… ¡seríamos transformados por completo! Como los primeros creyentes, cuya vida cotidiana se enlazó al mismísimo Dios—el gran Director de toda la historia—y por eso… ¡voltearon el mundo de cabeza!
Agárrate de esta gloriosa verdad: Dios está aquí. Dios está ahora. Y anhela derramar todo lo que Él es en tu vida… cada día. Su vida puede habitar en ti y fluir a través de ti. ¡Eso sí que es extraordinario!