Hay algo especial en el mes de febrero. Se trata del día de los enamorados, con sus corazones y flores. Un fresco y necesario recordatorio de que existe un vacío en forma de corazón en el pecho del ser humano, que sólo las dos palabras más maravillosas del español pueden llenar.
“Nosotros le amamos a Él,” nos recuerda Juan, “porque Él nos amó primero” (1 Juan 4:19). De hecho, durante la última cena, “habiendo Jesús amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Juan 13:1). En otras palabras, los amó “al máximo; procuró el mayor bien para ellos.” Eso es asombroso, ¿verdad?
En aquel salón iluminado por las antorchas, Jesús se hallaba reclinado a la mesa con sus discípulos, que no se habían lavado antes de cenar (lavado los pies, es decir). Nótese que, sin anunciarlo, Jesús se levantó, se puso una toalla a la cintura, preparó agua, y empezó a lavarles los pies a los discípulos. ¿Sabe de qué habían estado hablando justo antes de oír que se vaciaba el agua? ¿Cuál de ellos sería el mayor en el reino? ¿Qué le parece eso para hombres que habían pasado los últimos tres años andando junto al Salvador? Con las fuertes palabras de sus espíritus competitivos aún en sus labios, vieron a Jesús preparar agua, arrodillarse y emprender la humilde tarea de un siervo.
“¿Saben lo que he hecho con ustedes?” les preguntó Jesús. Silencio. “Les he puesto el ejemplo. Así como yo les he lavado los pies, así también ustedes deben lavarse los pies unos a otros” (en lugar de ponerse a pelear sobre quién será el mayor). Luego vino la flecha directa: “Un mandamiento nuevo les doy” (Juan 13:34). ¿Un nuevo mandamiento, Jesús? Todos sabían el viejo mandamiento: “Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas” (Deuteronomio 6:5). Pero Jesús les dio un nuevo mandamiento: “Ámense los unos a los otros, así como yo los he amado.” ¿Cómo les había amado Jesús? Juan lo dice de la mejor manera cuando más tarde repite el mandamiento de Jesús: “no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad” (1 Juan 3:18).
¿Está listo para una sugerencia práctica? Dígale a su esposa e hijos: “Te amo.” No le diga simplemente, “Ah, de paso, te quiero.” Hay una diferencia. Si no está casado, o si no tiene hijos, llame a algún amigo íntimo y dígale esas dos palabras poderosas con sinceridad. Usted se asombrará por los efectos que estas dos palabras sencillas ejercerán.
El apóstol Pedro lo dijo de esta manera: “Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, para el amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro” (1 Pedro 1:22, énfasis añadido). ¿Por qué Pedro les dice a los creyentes que ya se aman unos a otros que se amen unos a otros? Debido a que a una clase de amor, debemos añadir otra.
El primer “amor” viene de un término griego que habla de un sentimiento agradable hacia otra persona. Es la palabra filadelfia, o sea un amor fraternal. Es el amor que nos impulsa a almorzar con alguien. Es el amor que nos lleva a conversar con el vecino junto a la cerca. Es el amor basado enteramente en el sentimiento agradable de estar con alguien. Y todo eso está perfectamente bien; pero en sí mismo, es como estar parado en una pierna. No dura mucho.
Un amor que se basa sólo en sentimientos puede rápidamente convertirse en egoísmo y amor condicional cuando el placer se acaba. Es voluble. De hecho, yo diría que la vasta mayoría de relaciones personales, tanto de creyentes como de no creyentes, se centra en esta clase de amor, por esa razón la gente alega que “se enamora y que después deja de querer.” Los sentimientos cambian. Éstos nunca han tenido el propósito de ser la base de relaciones personales profundas, duraderas.
Así que Pedro escribe que al amor filadelfia debemos añadir otra clase de amor: agapao (que es el verbo del sustantivo griego agape). Este amor halla sus raíces, no en cómo sentimos hacia otra persona, sino en el valor genuino de esa otra persona. En tanto que filadelfia empieza y termina con los sentimientos, agapao empieza y termina con la voluntad. Dicho en palabras sencillas, Dios nos ordena que vayamos más allá de sentir amor unos por otros a mostrarnos amor unos a otros.
Con este amor, ninguna dificultad puede separarnos. Ninguna prueba puede aplastarnos. Ningún desastre puede poner fin a nuestra familia. El amor no se acaba porque haya una crisis financiera. El amor sacrificial, desprendido, es el pegamento que mantiene unidas las vidas. Nos hace continuar perdonándonos unos a otros los fracasos y tolerándonos unos a otros las torpezas. Nos hace quedarnos cuando nos dan ganas de abandonarlo todo.
Esta clase de amor va más allá de una docena de rosas rojas. Quiere decir mucho más que los versos sentimentalistas de una tarjeta de saludo. Para algunos de nosotros, tal vez quiera decir cambiar nuestros horarios; o archivar en un anaquel un pasatiempo por unos pocos años, o tal vez cambiar de empleo, o, por lo menos, cambiar de actitud.
Te amo . . . . No hay palabras más poderosas. Pero cuando el amor va más allá de nuestros sentimientos a nuestra voluntad, el amor se vuelve sobrenatural. Se vuelve como el amor de Dios en Cristo, que nos mostró el pleno alcance de su amor.