Jesús se metió en una camisa de once varas el día en que predicó su Sermón del Monte. No quedó ni un solo fariseo al alcance del oído que no hubiera dado hasta su último denario para verlo colgado en una horca antes del atardecer. ¡Vaya que lo aborrecían! Lo aborrecían porque Él no les dejó que se salieran con su fingido babeo religioso y su supuración súper espiritual que contaminaba al público.

El Mesías desenvainó su afilada espada de verdad el día en que ascendió a ese monte. Cuando descendió esa noche, la espada chorreaba con la sangre de los hipócritas. Si alguna vez un individuo dejó al descubierto el orgullo, Jesús lo hizo ese día. Sus palabras penetraron en el pellejo de ellos como arpones en la grasa de una ballena. Jamás en su notoria y petulante carrera ellos habían sentido un aguijonazo de precisión tan mortal. Como bestias hinchadas de lo profundo quedaron flotando en la superficie para que todos los vean.

Si había algo que Jesús detestaba, era precisamente eso en lo que los fariseos se especializaron en el seminario: fanfarronear, o, para decirlo en forma algo más suave, justicia propia. Eran los santurrones de Palestina, los primeros en reclutar a ingenuos en la Orden Real de los que Acuchillan por la Espalda. Eran expertos en la práctica de hacer oraciones para denigrar a otros, y pasar sus días esforzándose por impresionar a otros con sus expresiones sombrías y canturreos monótonos y lastimeros. Peor que eso, al sembrar las semillas de las espinas legalistas y cultivarlas en las vides prohibidas de intolerancia religiosa, los fariseos impedían que los buscadores honestos se acercaran a Dios.

Incluso hoy, la mordida del legalismo extiende un veneno paralizante en el cuerpo de Cristo. Su veneno ciega nuestros ojos, embota nuestro filo, y estimula el orgullo en nuestros corazones. Pronto nuestro amor se eclipsa al convertirse en un tablero mental de anotaciones con una larga lista de verificación, un espeso filtro que exige que otros alcancen cierto nivel antes de que nosotros avancemos. La alegría de la amistad queda fracturada por una actitud de juicio y una mirada crítica. A mí me parece tonto que el compañerismo se limite a las estrechas filas de personalidades predecibles vestidas de ropa “aceptable.” Cabello bien recortado, bien afeitado, traje sastre a la moda (con chaleco y corbata combinada, por supuesto) parece esencial en muchos círculos. Simplemente porque yo prefiero un cierto vestido o estilo no quiere decir que es lo mejor, o que es para todos. Tampoco quiere decir que lo opuesto agrada menos a Dios.

Nuestro problema es una grosera intolerancia de los que no encaja en nuestro molde: una actitud que se revela en la mirada estoica del comentario cáustico. Tales relaciones legalistas y prejuiciadas reducirán las filas de la iglesia local más rápido que un incendio en el templo o gripe en la banca. Si usted duda de eso, dé un serio vistazo a la carta a los Gálatas. La pluma de Pablo fluye con tinta candente al reprenderlos por “haberse alejado” de Cristo (Gálatas 1:6), anulando “la gracia de Dios” (2:21), habiéndose dejado “fascinar” por el legalismo (3:1), y deseando “volver a esclavizarse” a esta paralizante enfermedad (4:9).

Con certeza hay límites a nuestra libertad. La gracia no condona una actitud licenciosa. El amor tiene sus restricciones bíblicas. Lo opuesto del legalismo no es “Haz lo que se te antoje.” Pero, ¡escuche! Las limitaciones son mucho más amplias de lo que la mayoría nos damos cuenta. No puedo creer, por ejemplo, que la única música a la que Dios sonríe son cantos solemnes o himnos. ¿Por qué no música folclórica también? Tampoco pienso que el vestido necesario para entrar en la iglesia sea traje y corbata. ¿Por qué no pantalones del diario y camisetas? ¿Le parece extraño? Recordemos quién se pone nervioso por la apariencia externa. ¡Con certeza, no Dios!

“Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón” (1 Samuel 16:7).

Y, ¿quién puede probar que la única voz que Dios bendice es la del ministro ordenado, el domingo? ¿Qué tal la del vendedor el martes por la tarde, o la de la maestra de secundaria el viernes de mañana?

Es útil recordar que nuestro Señor reservó su sermón más fuerte y más largo, no a pecadores que luchaban, ni a discípulos desalentados, y ni siquiera a personas prósperas, sino a los hipócritas, a los sedientos de gloria, los legalistas; los fariseos de hoy.

El mensaje del monte predicado hace siglos retumba con eco en los cañones del tiempo con prístina fuera y claridad.

Mire Mateo 6:1:

“Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos de ellos.”

En otras palabras, ¡deje de alardear! Deje de mirar por sobre la nariz a los que no encajan en su molde preconcebido. Deje de fanfarronear por su propia bondad. Deje de llamar la atención a su propia justicia Deje de anhelar que lo noten. Implicado en esto va la advertencia a cuidarse de los que rehúsan dejar tal comportamiento. Luego, para imprimir al fuego esa advertencia en su memoria, pasa a darles tres ejemplos específicos de cómo la gente hacía desplante de su propia justicia de modo que otros lanzaran exclamaciones de asombro por ellos.

Mateo 6:2 habla de dar limosnas a los pobres, o sea, participar en acciones de benevolencia para ayudar a los necesitados. Jesús dice que no hay que “tocar trompeta” cuando se hace esto. Manténgalo en silencio, incluso “en secreto” (6:4). No alardee para llamar la atención como Tarzán columpiándose en la selva. Quédese fuera del cuadro, permanezca anónimo. No espere que su nombre aparezca en letreros por todas partes. A los fariseos les encanta plantillar sus dones ante otros. Les encanta que se les reconozca. Les encanta recordarles a otros quién hizo esto, o eso, o quién dio esto, y esto otro, a Fulano y a Mengano. Jesús dice: No fanfarronees cuando usas tu dinero para ayudar a alguien.

Mateo 6:5 habla de qué hacer “cuando oras.” Advierte en contra de ser petulantes suplicantes a quienes les encanta pararse en lugares prominentes y vocear verborrea insulsa para que los vean y oigan. A los fariseos les encantan las palabras almibaradas y perogrulladas acarameladas. Saben cómo sonar elevados y santos. Todo lo que dicen en sus oraciones hace que los que los oyen piensen que esta alma santa reside en el cielo, y se educó a los pies de arcángel Miguel y de Cipriano de Valera. Uno casi tiene la certeza de que no han tenido ni el más leve pensamiento sucio en los pasados dieciocho años . . . pero también uno queda calladamente consciente de que hay un gigantesco abismo entre lo que sale de esa boca fanfarrona y dónde está la cabeza de uno allí mismo. Jesús dice: No fanfarronees cuando hablas con tu Padre celestial.

Mateo 6:16 habla de que hacer “cuando ayunas.” Ahora bien, ese es el momento cuando el desplante realmente se acelera. Trabaja a sobretiempo tratando parecer humilde y triste, esperando que se le vea con hambre y agotado como algún osado que acaba de cruzar el desierto de Egipto esa tarde. “¡No seas como los hipócritas!” ordena Cristo. Más bien, debemos tener un aspecto fresco, limpio y completamente natural. ¿Por qué? Porque eso es lo real, lo genuino; eso es lo que Él promete que recibirá recompensa. Jesús dice: No fanfarronees cuando te saltas dos o tres comidas.

Digámoslo tal como es. Jesús pronuncia palabras cáusticas, rigurosas, respecto a los fariseos. Cuando se trata del legalismo estrecho, o fanfarroneo de justicia propia, el Señor no escatima palabras. Halló que esa era la única manera de lidiar con aquellos que frecuentaban el lugar de adoración desdeñando y despreciando a otros. No menos de siete veces pronuncia: “¡Ay de ustedes!”; porque es el único lenguaje que el fariseo entiende, desdichadamente.

Dos comentarios finales:

Primero, si usted se inclina al fariseísmo en alguna forma, ¡déjelo! Si usted es del tipo de persona que trata de pisar a otros, o desdeñar a otros (mientras que a la vez piensa cuánto Dios debe estar impresionado por tenerlo a usted en su equipo) usted es un fariseo del siglo veintiuno. Francamente, eso incluye a algunos que llevan el pelo largo y prefieren la guitarra antes que un órgano de tubos. Los fariseos también pueden deleitarse en parecerse “en onda.”

Segundo, si un fariseo del día moderno trata de controlar su vida, ¡deténgalo! Recuérdele al impostor religioso que la paja que usted tiene en su ojo es asunto entre usted y su Señor, y que él debe prestar atención al tronco que tiene en el suyo propio. Lo más probable, sin embargo, es que una vez que un individuo está infectado, seguirá adelante por el resto de su vida superficial dedicado a minuciosidades o alabarse a sí mismo, asfixiado por las espinas de su propia petulancia. Los fariseos, recuerden, hallan muy difícil escuchar.

Adaptado de Charles R. Swindoll, “Pharisaism,” en Devotions for Growing Strong in the Seasons of Life (Grand Rapids: Zondervan, 1983), 390-93.