Desde la primera celebración de Navidad, pienso que una palabra ha salido de los labios de toda persona más que cualquier otra. No es la palabra alegría, ni villancico, ni árbol, ni comida. Es la palabra regalo. Los regalos están tan inseparablemente ligados y entrelazados con la Navidad que difícilmente podemos pensar en uno sin el otro. Sin embargo, necesitamos establecer una prioridad. Con todo esto de dar y recibir que tiene lugar en la Navidad, parece apropiado que pensemos primero en el don de Dios para nosotros.
¿Cuál fue ese regalo? Por supuesto, fue Su Hijo, Jesús, y con Él, la salvación que ofrece a toda la humanidad. Nunca me canso de repetir el versículo más grande de la Biblia: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” (Juan 3:16).
Cuando Dios vino a nosotros esa primera noche, puso en marcha un plan que había establecido desde antes de la fundación del mundo. Y, ¿cuál fue ese plan? Darnos el mejor don posible: la vida eterna. Proveyó este presente por Su Hijo, Jesús, que vino a nosotros porque nosotros no podíamos llegar a Dios. Por más que tratáramos, ni siquiera podíamos acercarnos a Él; nuestro pecado nos mantenía lejos. Ahora, debido a Jesús, tenemos acceso a Dios mismo. El don de Dios nos invita a acercarnos más. Con razón el apóstol Pablo anunció: “¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2 Corintios 9:15).
A pesar de la gran magnitud de Su don, Dios lo entregó calladamente y de manera personal, anunciando “buenas nuevas de gran gozo” a unos pocos oscuros pastores en una colina en las afueras de Belén (Lucas 2:10). Dios escogió anunciar Su regalo a hombres comunes, pastores anónimos, porque Jesús vino para atender la condición común de la humanidad: nuestra desesperada necesidad de un Salvador.
Jesús vino “para qué [usted] tenga vida,” dice Juan 10:10, y que la tenga “en abundancia.” ¿Conoce usted esta vida abundante? ¿Se ha abierto la paz que Él ofrece camino a su corazón? Les escribo esto a ustedes que todavía no conocen a nuestro Salvador, y también a los que ya lo conocen pero que se están perdiendo el gozo de esta temporada. En medio de los días ajetreados y apurados que a menudo acompañas estos días festivos, dedique tiempo para desempacar el don de Dios. No le cuesta nada; es un regalo, recuerde; usted sólo tiene que recibir lo que Él ha hecho por usted.
El regalo de Dios le espera esta Navidad. Él lo entrega al umbral de su corazón; calladamente, mientras usted espera en Él, y personalmente, al responder a sus necesidades específicas. Sea cuál sea su necesidad en este tiempo del año, confíe en que Dios le dará lo que es más abundante; entregado calladamente y sin embargo con gran gozo.