Conforme el calendario avanza hacia noviembre y diciembre, el mundo cristiano se adentra en una de las temporadas más esperadas del año: el Adviento. Este término, que significa «venida» o «llegada», nos recuerda que no solo celebramos un acontecimiento histórico, sino una realidad espiritual viva en el presente. Es un tiempo de anticipación, preparación y reflexión profunda, que nos lleva a contemplar el nacimiento de Jesucristo, el centro de la historia humana.
El Adviento tiene un ritmo particular. A lo largo de cuatro semanas, encendemos una vela tras otra en la corona de Adviento, llenando nuestros hogares y corazones de luz. Cada vela representa un aspecto clave de la venida del Mesías: esperanza, paz, gozo y amor. Y mientras la llama de cada vela crece en intensidad, también debería aumentar nuestra expectativa por el milagro de la Navidad. Este tiempo especial nos permite hacer una pausa en medio del bullicio de la vida moderna y redirigir nuestra atención a lo esencial: el misterio de la encarnación, cuando «la Palabra se hizo hombre y vino a vivir entre nosotros» (Juan 1:14).
Es fácil perder de vista este profundo propósito en una cultura que ha comercializado la Navidad. Las luces brillantes, los árboles decorados y los regalos son agradables, pero no son el corazón de la celebración. En Adviento, recordamos que la verdadera luz del mundo no está en las decoraciones, sino en un humilde pesebre. La razón por la que celebramos es porque el Dios del universo, en Su inmenso amor, decidió venir a la Tierra para estar con nosotros.
El pastor Charles Swindoll expresó esta verdad de manera conmovedora durante una celebración de Nochebuena en nuestra iglesia:
«Cuando llega la Navidad, tres palabras lo dicen todo: “El amor descendió…”. Aquel que personificó el amor vino a estar con nosotros. El que ejemplificó la humildad vivió entre nosotros. Y Aquel que fue modelo de sacrificio murió por nosotros».
Estas preguntas nos invitan a reflexionar sobre el profundo significado de la Navidad.
¿Qué dejó el Señor cuando «el amor descendió»?
La respuesta nos lleva al trono de gloria del Hijo de Dios. Jesús dejó Su posición en el cielo, rodeado de ángeles que lo adoraban, para abrazar nuestra humanidad. Decidió renunciar a Su majestad para identificarse con nuestras luchas, dolores y debilidades. La humildad del pesebre es solo el comienzo de un camino que lo llevaría a la cruz.
¿Qué asumió cuando tomó nuestra humanidad?
Jesús asumió nuestras limitaciones. Tomó sobre sí la fragilidad de la carne humana, el cansancio, el hambre y el dolor. Aquel que no conocía la tristeza ni el sufrimiento, eligió experimentarlos para compadecerse de nosotros y ser nuestro Sumo Sacerdote, como lo expresa Hebreos 4:15: «Él comprende nuestras debilidades, porque enfrentó todas y cada una de las pruebas que enfrentamos nosotros, pero sin pecado».
¿Cómo fue Jesús mientras caminaba entre nosotros?
La respuesta se encuentra en los Evangelios: Jesús fue la encarnación del amor. Sanó a los enfermos, acogió a los marginados y perdonó a los pecadores. Al final, Su amor fue clavado en una cruz, entregándose por nosotros para darnos vida eterna. Cada paso que dio y cada palabra que pronunció fueron expresiones del amor de Dios hacia nosotros.
El amor encarnado y la luz del mundo
Durante el Adviento, somos llamados a recordar y celebrar este amor. Al encender la última vela, la vela de Cristo, contemplamos la luz que Su nacimiento trajo al mundo. Esa luz disipa nuestras tinieblas, ilumina nuestros corazones y nos guía hacia la vida eterna. La luz que comenzó a brillar en una noche en Belén sigue resplandeciendo hoy, ofreciéndonos esperanza en medio de nuestras luchas y gozo en tiempos de tristeza.
Sin embargo, el Adviento también nos recuerda que la historia no ha terminado. Seguimos esperando con ansias la segunda venida de Cristo, cuando Él regresará para establecer Su reino definitivo. Mientras tanto, somos llamados a ser portadores de Su luz y amor en un mundo que necesita desesperadamente la esperanza que solo Jesús puede traer.
La Navidad: un regalo indescriptible
La Navidad nos entrega el regalo más maravilloso que podamos imaginar: Dios mismo. No hay mayor dádiva que esta. Al reflexionar sobre este regalo, el apóstol Pablo escribió en 2 Corintios 9:15: «¡Gracias a Dios por este don que es tan maravilloso que no puede describirse con palabras!». Este es el regalo que celebramos cada año. Pero más que celebrarlo, debemos recibirlo con corazones agradecidos y transformados.
Le invito a que, en esta temporada de Adviento, no solo contemple el milagro de la Navidad, sino que lo abrace en su vida. Este regalo de amor, luz y salvación es para usted, su familia y para todos los que aún no han experimentado la verdad transformadora de Cristo. No es un regalo que podamos ganar, solo podemos recibirlo con gratitud.
Así que, mientras encendemos la vela de Cristo en nuestros hogares y corazones, recordemos que el mayor regalo de todos es Jesús mismo. Y mientras compartimos este amor con los demás, hagamos brillar Su luz en un mundo que aún anhela esperanza, paz y amor.
Porque la Navidad se puede resumir en tres palabras: el amor descendió.
Acompáñenos en el programa radial al comenzar la serie Adviento: esperanza en la espera comenzando el 28 de noviembre para que juntos participemos en encender las velas y recordar su significado.