En esa noche de invierno, algo estaba pasando. . . algo extraordinario. . . algo sobrenatural. Los pastores corrieron a la ciudad de David y encontraron al Salvador, tal como el ángel lo había dicho. . . envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Éste era el prometido, el Mesías. Dios finalmente había venido a morar con Su pueblo, pero de una forma inesperada.

¿Quién era este Santo niño que miraban los pastores? No se equivoque. Él era Dios encarnado. El recién nacido Jesús existía desde la eternidad como el Hijo de Dios. Él era Igual, co-eterno y co-existente con Dios el Padre y Dios el Espíritu Santo. Sin embargo, Jesús cedió los privilegios y los placeres de Su existencia en el cielo cuando aceptó en Sí mismo las limitaciones de la humanidad (Filipenses 2:6-7). Al vaciarse a Sí mismo, Jesús de manera voluntaria hizo a un lado las prerrogativas y los prerrequisitos de la vida que Él conocía, una existencia que Él había disfrutado. Había cedido el derecho a esa clase de vida diciéndole al Padre: «Yo iré».

¿A dónde iría? A Belén. Tomó «la forma de esclavo y se hizo semejante a los hombres». Trate de imaginar lo que los pastores vieron. Allí se encontraba un bebé. ¿Puede ver Sus manos y Sus pies? ¿Su naricita? ¿Puede oír el llanto? Allí se encuentra la humanidad. En este santo niño comenzaba la vida terrenal. Fíjese en Sus ojos y vea el comienzo de la vida misma.

Más adelante, este ser divino, completamente singular en Su naturaleza y en Su vida perfecta, «se humilló a sí mismo haciéndose obediente a la muerte y muerte de cruz», ¿no es eso asombroso? De todas las formas de morir, murió en una cruz, la clase de muerte más humillante y dolorosa que existía.

Dios Hijo se rebajó a Sí mismo. Se encarnó en un bebé. Murió una muerte humillante. Como resultado, Dios el Padre «le exaltó a lo sumo». Un día, todos nos arrodillaremos en adoración al Señor resucitado, «para la gloria de Dios el Padre».

Todo se hizo para Su gloria. Qué plan tan asombroso. Qué ejecución tan exacta. Qué envoltorio tan perfecto e increíble. El Dios hombre. Jesús, la deidad no disminuida y la verdadera humanidad, dos naturalezas distintas en una sola persona, para siempre. Ese es el bebé en el pesebre.

Lea Isaías 7:14; Filipenses 2:5-11