En mi calidad de pastor, consejero y administrador de un seminario, a menudo me hallo en una posición nada envidiable. Algún individuo viene a hablar conmigo y me abre de par en par su corazón. Dios de manera muy clara me lleva a confrontarlo o a señalar unos cuantos detalles específicos que la persona halla dolorosos de oír, y mucho más aceptar.

De repente, me hallo convertido en blanco de la metralla.

Ahora bien, comprenda, que yo no escribí la Biblia, y de ninguna manera me veo como juez de aquel individuo, aunque él o ella pueden pensarlo así. Pero han habido individuos que se las han tomado conmigo y me han gritado, me han lanzado maldiciones, y han salido dando un portazo, o descargándome lo que sea que les venga a la mente, puesto que pensaban que no podían darse el lujo de perder la argumentación. Algunos esperan hasta más tarde, y me mandan por escrito uno de aquellos proyectiles encendidos que a uno hasta le queman los ojos cuando los lee.

Y, ¿qué hice yo para merecer semejante tratamiento? Dije la verdad. Simplemente presenté un mensaje con el mayor tacto y toda la prudencia que me fue posible; pero ese mensaje fue rechazado —por lo menos por un tiempo.

Pero la recompensa viene luego cuando la persona se da cuenta de que la verdad que se dijo en realidad era para su propio bien.

Supongo que la moraleja de esto es esta: Ser el siervo de Dios tal vez no sea agradable o seguro, pero cuando uno hace y dice lo correcto, por impopular que sea, resultará en bien.

O, mejor, en las palabras de Salomón:

Cuando los caminos del hombre son agradables a Jehová,
Aun a sus enemigos hace estar en paz con él. (Proverbios 16:7)

—Chuck

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