Mateo 27:45–46

«Y alrededor de la hora novena, Jesús exclamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿Lema sabactani?
Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (v. 46)

Evidentemente los que rodeaban a Jesús oyeron Su agonizante grito desde la cruz. Algunos malentendieron pensando que era un llamado al profeta Elías para que lo ayudara, pero lo que Jesús dijo en realidad venía del Salmo 22:

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación y de las palabras de mi clamor? Dios mío, de día clamo y no respondes; y de noche, pero no hay para mí reposo». Salmos 22:1-2

El grito de muerte de Jesús llevaba un tono de desesperación. De hecho, la palabra que usa Mateo es anaboan, que quiere decir «gritar o lanzar un alarido en voz alta».

Jesús lanzó Su grito de muerte en arameo, el idioma de Su juventud. Tal vez por esto algunos romanos lo malentendieron. Jesús indudablemente había aprendido de memoria los Salmos cuando muchacho. Recordaba el Salmo 22 en arameo.

En Su hora más obscura, Jesús echó mano del apasionado ruego de David en el Salmo 22 y lo hizo Suyo. Estas palabras misteriosas se han convertido en «una expresión ante la cual debemos postrarnos con reverencia, y a la vez debemos tratar de comprenderlas».1

Si observa con cuidado las palabras de Jesús notará que por primera vez Jesús no llama al Señor «Padre». Más bien, le llama «Dios mío». Aquí surge la primera evidencia de que ha ocurrido un rompimiento entre Jesús y el Padre, aunque habían existido indescifrablemente unidos como uno desde la eternidad. Por primera vez en Su vida sobre la tierra, Jesús sintió la separación de Su Padre celestial. Pero, ¿por qué iba el Padre a abandonar a Su Hijo en momentos en que más necesitaba fuerza y respaldo? Dos pasajes importantes, uno en el Antiguo Testamento y uno en el Nuevo Testamento, nos proveen la respuesta.

El Salmo 22 proclama la absoluta santidad y majestad de Dios:

«Sin embargo, tú eres santo, que habitas entre las alabanzas de Israel». Salmos 22:3

Puesto que Dios es santo, no puede mirar el pecado. Así que cuando Cristo tomó en la cruz sobre Sí los pecados del mundo, Dios «le dio la espalda» a Su Hijo. Pero,  ¿cómo podría ser esto? ¿Cómo pudo Dios el Padre, incluso en toda Su santidad, alejarse de Su Hijo amado? El apóstol Pablo explicó el glorioso misterio de la expiación sustitutiva por nuestros pecados de esta manera:

«Al que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en Él». 2 Corintios 5:21

El pecado alienó a la humanidad de la santidad del Padre. En el momento en que Jesús se hizo ofrenda por los pecados del mundo, quedó separado de Dios. Las palabras angustiosas de Jesús hicieron escuchar una voz penetrante concerniente a esta lúgubre realidad. Dios simplemente no puede tener comunión con el pecado.

En Su muerte Cristo experimentó la separación de Dios, que fue la pena final por el pecado y la mayor agonía de todas. Gracias a Él, como creyentes nunca conoceremos tal sufrimiento. Nosotros tenemos la seguridad de que, incluso cuando somos probados, Dios jamás nos dará la espalda. Cristo soportó esa separación de Su Padre que le llevó a la agonía para que nosotros jamás tengamos que soportarla.

  1. Brown, The Death of the Messiah: From Gethsemane to the Grave (La Muerte del Mesías: Del Getsemaní a la Tumba), p. 1044.

Adaptado de la guía de estudio, Las Siete Palabras. Copyright © 2020 por Charles R. Swindoll, Inc. Todos los derechos reservados mundialmente.