Jueces 16

Sansón fue un poderoso hombre con una debilidad femenina. A pesar de haber nacido de padres piadosos, de haber sido apartado desde su nacimiento para ser un nazareo, y de haber sido alzado al cargo de juez en Israel, él nunca conquistó su tendencia a la lujuria. Al contrario, esta lo conquistó a él. Hay varios detalles que se pueden observar en los registros sobre su vida en el libro de Jueces, que ilustran su inclinación lujuriosa.

  1. El registro indica que las primeras palabras que salieron de su boca fueron: Vi una mujer (14:2).
  2. Su atracción hacia el sexo opuesto se basaba estrictamente en la apariencia exterior: Me gusta su apariencia, consíganmela (14:3).
  3. Él fue juez de Israel por veinte años, después volvió a su viejo hábito de perseguir a las mujeres: una prostituta en Gaza, y finalmente, Dalila (15:20-16:4).
  4. Él llegó a estar tan involucrado con sus deseos lujuriosos que no se dio cuenta de que el Señor lo había abandonado (16:20).

Los resultados de estas relaciones ilícitas son conocidos por todos nosotros. El hombre fuerte de Dan fue llevado cautivo y convertido en esclavo en el campamento enemigo, le sacaron los ojos de su cabeza y fue destinado a ser un moledor de trigo en una prisión filistea. La lujuria es un carcelero que ata y ciega y muele. El bronceado orgullo de Israel, que en el pasado ocupó el cargo más alto en esa tierra, era ahora el bufón calvo de Filistea, un cascarón patético de humanidad. Sus ojos ya no lo desviarían. Su vida, que había sido llena de promesa y dignidad, ahora era un retrato de una desesperante y penosa impotencia. La lujuria cobraba una víctima más. Los perfumados recuerdos del placer erótico en Timna, Gaza y el infame valle de Sorec ahora eran sobrepasados por el fétido olor de un calabozo filisteo.

 

Sin que se diera cuenta, Salomón escribió otro epitafio —este para la lápida de la tumba de Sansón:

«Un hombre malvado queda preso por sus propios pecados;
son cuerdas que lo atrapan y no lo sueltan.
Morirá por falta de control propio;
se perderá a causa de su gran insensatez». (Proverbios 5:22-23)

Estas mismas palabras bien podrían ser cinceladas en el mármol que reposa sobre muchas otras tumbas. Pienso, por ejemplo, en el destacado orador de Roma, Marco Antonio. En los tempranos años de su edad viril, estaba tan consumido por la lujuria que, por disgusto, su tutor llegó a gritar:

«¡O Marco! ¡O niño colosal. . . capaz de conquistar al mundo, pero incapaz de resistir la tentación!».

Pienso en un señor que conocí varios años atrás; un buen profesor itinerante de Biblia. Él comentó que guardaba una lista confidencial de hombres quienes habían sido grandes expositores de la Biblia, hombres de Dios que eran capaces y respetables. . . cuya fe encalló en el arrecife de la contaminación moral. Durante la semana anterior, según dijo, había registrado el nombre número 42 en su libro. Esta triste y sórdida estadística, afirma él, le ha hecho ser extremadamente cauteloso y discreto en su propia vida. Quizá, a estas alturas, haya añadido un par de docenas más.

Sentí escalofríos por la espalda cuando me contó esa historia. Nadie es inmune. Usted no lo es. Yo no lo soy. La lujuria no hace distinción de personas. Sea por medio de un asalto descarado o por medio de sugerencias sutiles, las mentes de una variedad de personas son vulnerables a su ataque: hábiles hombres y mujeres profesionales, amas de casa, estudiantes, carpinteros, artistas, músicos, pilotos, banqueros, senadores, plomeros, promotores y predicadores también. Su voz seductora puede infiltrar la mente más inteligente y provocar que su víctima crea sus mentiras y responda a su atracción. Y tenga mucho cuidado: nunca se da por vencida, nunca se le acaban las ideas. Si le pone picaporte a su puerta de entrada, ella hará sonar las ventanas de su dormitorio, entrará a su sala gateando a través de la pantalla de televisión, o le giñará el ojo desde la página de una revista en su salón de juegos.

¿Cómo enfrenta usted un intruso tan agresivo? Pruebe esto: cuando la lujuria le sugiera ir a su encuentro, envíe a Jesús como su representante.

Haga que Dios sea quien informe a su pretendiente indeseado que usted no quiere tener nada que ver con deseos ilícitos. . . nada. Haga que su Señor le recuerde a la lujuria que desde que usted y Cristo han sido unidos, usted ya no es esclavo del pecado. (Lea Romanos 6). ¡Su muerte y resurrección lo han librado de las garras del pecado y le dieron un nuevo Maestro! Y ese nuevo Maestro no tiene problemas con cerrar la puerta con fuerza en la cara de la lujuria, sin importarle cuán dentro haya logrado esta entrar sigilosamente.

Tomado de Come Before Winter and Share My Hope, Copyright © 1985, 1988, 1994 por Charles R. Swindoll, Inc. Todos los derechos reservados mundialmente. Usado con permiso.