1 Reyes 17: 2—6

No sé si usted ha escuchado la frase: «¡Les voy a bajar los humos!»; yo la escuché por lo menos una vez durante las diez semanas que pasé en el campamento de entrenamiento de reclutas de la Infantería de Marina de los Estados Unidos de América, hace 45 años, y debo haberlo oído después una docena de veces más. Recuerdo que estas palabras fueron parte del tema del discurso de bienvenida, pronunciado con pasión, por un hombre al que aprendí a obedecer rápidamente. Esas palabras todavía las tengo grabadas en la mente, y el agudo tono de la voz de mi instructor de prácticas sigue estando presente en mi recuerdo. Hablaba en serio, y cumplió su promesa.

Allí estábamos una banda de alrededor de 70 jóvenes desorganizados, de toda calaña, y de todas las estaturas y orígenes, en un lugar extraño, sin tener idea (gracias a Dios) de lo que nos esperaba. Durante los meses que siguieron quedó eliminada toda pizca de arrogante autosuficiencia, todo indicio de un espíritu independiente, y todo pensamiento de rebeldía. Cualquier indiferencia hacia la autoridad era reemplazada por la firme obligación de hacer solo lo que se nos ordenaba, sin chistar. Aprendimos a sobrevivir en el vía crucis del entrenamiento intenso y severo que ha caracterizado a la Infantería de Marina de los Estados Unidos de América.

El disciplinado régimen del campamento de entrenamiento –día tras día, semana tras semana—produjo cambios notables en cada uno de nosotros. Como resultado, salimos de allí siendo completamente diferentes a como habíamos llegado. El aislamiento del lugar, la ausencia de comodidades, el entrenamiento severo y monótono, la inexorable repetición de inspecciones, las pruebas que nos obligan a enfrentar lo desconocido sin demostrar temor (todo mezclado con la exasperante determinación y el constante acoso de nuestro instructor de prácticas) produjo beneficios maravillosos. Casi sin darnos cuenta, al mismo tiempo que aprendíamos a someternos a las órdenes de nuestro líder, nos encontramos al final en buenas condiciones físicas, estimulados emocional y mentalmente preparados para cualquier conflicto que pudiera presentarse, incluso la realidad del enfrentamiento con el enemigo en un combate.

Esa clase de entrenamiento severo que reciben los reclutas es precisamente lo que el Señor tuvo en mente cuando envió a su siervo Elías desde la corte del rey Acab al arroyo de Querit. El profeta no imaginaba ni remotamente que su ocultamiento en Querit habría de ser su campo de entrenamiento. Allí sería entrenado para que confiara en su Líder, de modo que finalmente pudiera enfrentarse a un peligroso enemigo.

Adaptado del libro, Buenos Días con Buenos Amigos (El Paso: Editorial Mundo Hispano, 2007). Con permiso de la Editorial Mundo Hispano (www.editorialmh.org). Copyright © 2019 por Charles R. Swindoll, Inc. Reservados mundialmente todos los derechos.