Es fácil persuadir a una mujer para que crea que su valor está directamente relacionado con su capacidad o apariencia, su currículum o su estatus en la comunidad. La cultura de hoy promueve esta distorsión.
Pero las siervas de Dios le sorprenderán, pues saben que su verdadero valor se encuentra en Jesús. Esto les llena el espíritu y rebosan de amor por los demás. Ven una necesidad e inmediatamente intentan cubrirla. Están ansiosas por servir en toda forma posible. Su objetivo no es ser la mejor, sino poner en práctica la gran oportunidad de servir al Dios que las ha salvado.
Fíjese en las mujeres que sirven el cuerpo de Cristo, son realmente hermosas. Manos que trabajan duro. Ojos sabios que están observando. Oídos de confianza que escuchan. Corazones que pastorean con discernimiento. Más de la mitad de la iglesia hoy en día son mujeres fuertes.
Mujeres que animan, aconsejan y entrenan, otras que ayudan en áreas técnicas y otras muchas que organizan y cuentan. Otras que trabajan con las manos, crean, documentan y organizan conferencias y todas ayudan en el apoyo económico para que todo funcione sin interrupciones. El cuerpo de Cristo trabaja junto.
Una sierva hace cosas que no se le podrían pagar. Sabe que pertenece a Dios y por lo tanto está a Su disposición. Este conocimiento le da libertad para servir sin reconocimiento o recompensa. Pero Dios no olvida, ve lo que hacemos, cada cosa, y cada sacrificio. Es consciente de la energía que gastamos y reconoce el amor que muestran estas mujeres al servir a los santos en Su nombre.
De estas mujeres fluye generosidad, cortesía, dedicación y sacrificio por la gratitud que sienten por lo que Jesús ha hecho. Hay pocas cualidades con más importancia que un corazón generoso. Incluso más importante que el apoyo económico, podría decirse que es más importante darse a uno mismo que dar dinero.