Un fenómeno curioso ha acosado a las familias desde el principio del tiempo. Retroceda todo lo que quiera en el tiempo, y lo hallará allí en todo su misterio y desdicha.

¿De qué estoy hablando? Estoy hablando del persistente problema del descarrío de la segunda generación. Felizmente, hay excepciones maravillosas; pero este fenómeno toma lugar  más frecuentemente de lo que pensamos. Cada vez que sucede, esta caída les parte el corazón a los papás y mamás consagrados.

El escenario es más o menos así. Un hombre y una mujer creyentes se casan. Se han enamorado el uno del otro y desean servir a Cristo de todo corazón. Su fe ha sido forjada en el horno de la aflicción y martillada en el yunque de la adversidad. Perseveran en su crecimiento espiritual participando en la iglesia local, dando generosa y consistentemente sus ofrendas, y sirviendo en varias capacidades. Cuando llegan los hijos, los educan mientras oran que Dios tenga su mano sobre las vidas de los pequeños y los use para su gloria.

Pasa el tiempo. La infancia queda atrás, dando paso a los años de la adolescencia con los inevitables ajustes y luchas. La familia se ocupa más que antes, alegremente sorteando el campo minado de exigencias de tiempo, presiones financieras, participación en deportes y actividades escolares. Nada logra apartarlos, gracias a Dios . . . y antes de que cante un gallo, los hijos han crecido, han terminado la secundaria, y se han dedicado a toda suerte de opciones: universidad, carreras, viajes, las fuerzas armadas, el matrimonio, o lo que sea.

Mamá y papá acaban juntos, y solos, de nuevo, lanzando grandes suspiros de alivio (“¡Lo logramos!”), y todavía estables y firmes en su andar cristiano.

Pero, ¿qué tal de los hijos ya crecidos? Ah, allí está el meollo del asunto. De alguna manera, entre aprender a montar en bicicleta, memorizar las tablas de multiplicación, casarse, obtener un título, han relegado a Dios al fondo de su lista de prioridades. De hecho, disciplinas como la oración, asistencia a la iglesia, dar el diezmo, servir y el estudio bíblico serio se pierde en el ajetreo.

¿Alguna vez se ha preguntado por qué? ¿Es esto algún tipo de epidemia singular, posmoderna, del siglo veintiuno? Si usted ha leído la Biblia, lo sabe mejor. Incluso una lectura superficial de las Escrituras revela la aleccionadora verdad: incluso en los tiempos bíblicos la caída de la segunda generación les partía el corazón a los padres. Unos pocos ejemplos me vienen a la mente.

  • Adán y Eva con certeza lloraron por la acción asesina de Caín.
  • Isaac y Rebeca deben haberse dado vueltas entre sus sábanas en sus noches de insomnio pensando en sus gemelos.
  • El sacerdote Elí se avergonzó más de una vez debido a sus dos hijos inmorales.
  • David, que amaba profundamente al Señor, se halló completamente perdido tratando de entender a Absalón.

La lista continúa hasta el día presente. Algunos que están leyendo estas palabras pudieran añadir su propio nombre a los de los tiempos bíblicos. A decir verdad, tendrían que admitir que jamás podrían dejarles su herencia a sus hijos debido al estilo de vida que ellos llevan, que está en agudo contraste con el suyo.

Padres y abuelos, permítame ser dolorosa y firmemente franco con ustedes al ofrecerle unas pocas sugerencias para impedir la caída de la segunda generación.

Primero, enseñe responsabilidad personal. La nuestra es una era en que echarle la culpa a otros es un arte. Ayude a sus hijos a encarar los hechos crudos, y a decir la verdad, cueste lo que cueste.

Segundo, martille el “principio de erosión.” El mal no solamente está empeorando cada vez más, sino que también se disfraza con mayor astucia. Destaque eso. Explique lo fácil que es acostumbrarse al mal, encogerse de hombros, en lugar de identificarlo y confrontarlo.

Tercero, dedique tiempo; no sólo para comer juntos, y trabajar juntos en los quehaceres domésticos, o hacer juntos las tareas escolares o asistir juntos a partidos atléticos. Dedique tiempo para sentarse y hablar con ellos en calma; para jugar juntos; y no se olvide de relajarse juntos. Es asombroso cuán poderosa puede ser la presencia de la primera generación cuando se trata de curar la plaga de la segunda generación.

¿No está muy seguro sobre cómo empezar a infundir responsabilidad, evitar la erosión o invertir tiempo? Empiece leyendo los próximos dos artículos de esta edición de Vivencias.

Aunque la caída de la segunda generación es tanto antigua como común, se puede prevenir. Se pueden formar nuevos hábitos saludables. Empiece hoy mismo.