De las cartas que escribió Pablo, Segunda a los Corintios es la más autobiográfica. En ella el gran apóstol levanta el telón de su vida privada y nos permite captar un vislumbre de sus fragilidades y necesidades humanas. Hay que leer toda la carta de corrido para captar la emoción conmovedora que corría por su alma.
En esta carta Pablo anota con detalles específicos su angustia, lágrimas, aflicción y oposición satánica. Describe con minuciosidad su persecución, soledad, prisiones, azotes, sentimientos de desesperanza, hambres, naufragios, noches sin dormir, y esa “espina en la carne,” su dolorosa compañera. ¡Cuán cerca nos hace sentir a él cuando lo vemos como un hombre con problemas reales, sinceros y francos, tales como los nuestros!
No es sorpresa, entonces, que empieza la carta con palabras de consuelo, especialmente en los versículos 3 al 11. Diez veces en cinco versículos (2 Corintios 1:3-7) Pablo usa la misma palabra griega, Para-kaleo, que quiere decir literalmente, “llamado para estar al lado.”
Esta palabra incluye más que una palmadita diplomática en la espalda con la gastada frase: “Que el Señor te bendiga.” No; esto incluye comprensión genuina, profunda, compasión y simpatía hondas. Esto parece especialmente apropiado puesto que dice que Dios, nuestro Padre, es el “Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones” (1:3-4). Nuestro Padre de amor nunca está ocupado o lejos cuando nosotros atravesamos tristeza y aflicción.
Hay otra observación que vale notar en 2 Corintios 1. Se nos dan no menos de tres razones para el sufrimiento, cada una introducida con la expresión “para que.” Calladamente, sin mucha fanfarria, el Espíritu Santo indica algunas de las razones por las que sufrimos: “para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación”; “para que no confiásemos en nosotros mismos”; “para que por muchas personas sean dadas gracias” (1:4, 9, 11). Reconozco que debe haber docenas de otras razones, pero aquí se nos dan tres razones específicas por las que sufrimos.
- Razón 1: Dios permite el sufrimiento para que podamos tener la capacidad de entrar en la aflicción y tristeza de otros. ¿No es eso verdad? Si usted se ha roto una pierna y ha quedado confinado a muletas por semanas, puede simpatizar con el que anda en muletas, incluso años después de su propia aflicción. Lo mismo es cierto por la pérdida de un hijo, depresión emocional, un accidente de tráfico, soportar crítica injusta o problemas financieros. Dios les da a sus hijos la capacidad de comprender al permitir que vengan sufrimientos similares a nuestras vidas.
- Razón 2: Dios permite el sufrimiento para que podamos aprender lo que significa depender de Él. ¿No hace el sufrimiento eso? Nos obliga a apoyarnos totalmente en Él, de manera absoluta. Vez tras vez nos recuerda el peligro del orgullo, pero con frecuencia es preciso el sufrimiento para que la lección se quede. Tal vez eso es lo que usted ha atravesado hace poco. No considere la aflicción como una intrusa. Recíbala de buen grado como el mensaje de Dios para que deje de confiar en su carne, y empiece a apoyarse en Él.
- Razón 3: Dios permite el sufrimiento para que podamos aprender a dar gracias en todo. Ahora, con toda franqueza, ¿alguna vez ha dicho usted: “Gracias, Señor, por esta prueba”? ¿Ha dejado finalmente de luchar y le ha expresado lo mucho que aprecia la soberanía de amor de Él sobre su vida?
Pues bien, ahí lo tiene. ¡Cuán inconclusos, y rebeldes, y arrogantes, y despreocupados, seríamos sin el sufrimiento!
¡Qué estas cosas le animen la próxima vez que Dios atiza el horno!