2 Corintios 4:7-10

Lo llamaban «Old Hickory» [el viejo nuez dura] por su tenacidad y aguante. Su madre escogió «Andrés» el 15 de marzo, 1767, cuando ella parió a ese rebelde de mente independiente, originario de Carolina del Sur. Salvaje, de temperamento corto y desinteresado en los estudios, a los trece años Andrés respondió al llamado por soldados para resistir la invasión británica. Corto tiempo después, fue convertido en prisionero. Al rehusar lustrar las botas de un oficial enemigo, lo golpearon con un sable—lo cual le introdujo a Andrés al dolor.

Aunque llevó en sí las marcas de ese golpe el resto de su vida, la disposición fogosa de Andrés nunca mermó. Peleador hasta la médula, él optó por resolver las disputas con duelos y vivió la mayoría de sus días con dos balas dolorosamente incrustadas en su cuerpo. Después de alcanzar la distinción en el campo de batalla, su nombre llegó a ser un sinónimo nacional para el valor y la persistencia. Cuando la política inclinó su cabeza hacia él, «old Hickory» aceptó el reto: primero en el Senado, luego la nominación para presidente. La sombra del dolor apareció nuevamente de manera diferente al perder la peleada carrera contra el sexto presidente de los Estados Unidos, John Quincy Adams.

Sin embargo, cuatro años más tarde volvió a competir. . . ¡y ganó! Pero el dolor acompañó a la victoria. Dos meses antes de asumir el cargo perdió a su querida esposa, Raquel. Con una gran pena, el presidente electo persistió. Aun cuando era juramentado para asumir el rol como séptimo presidente de la nación, luchaba contra una fiebre galopante causada por un absceso en el pulmón.

Tiempo después, una de las balas que llevaba por dentro tuvo que ser sacada quirúrgicamente. Soportó la operación—hecha sin anestesia—de manera típicamente valerosa. Hasta su carrera política fue dolorosa. Un escándalo feo dividió a su gabinete administrativo y los críticos le aruñaban como leones hambrientos. Aunque se mantuvo firme por muchos meses, las señales de dolor comenzaron a manifestarse. Sin embargo, fue uno de los pocos hombres que dejaron el cargo siendo más populares que cuando lo asumieron. Un sabio contemporáneo escribió: «Por una vez, el amanecer fue eclipsado por la puesta del sol». Y fue el dolor, más que cualquier otro factor, que sacó a relucir las cualidades de grandeza de Andrés Jackson.

El dolor humilla al orgulloso. Ablanda al empedernido. Derrite al duro. De manera silenciosa y constante, gana la batalla en lo profundo del alma solitario. Solo el corazón conoce su propio dolor y no hay otra persona que pueda compartirla plenamente; no necesita la ayuda de nadie. Él comunica su propio mensaje, sea a un estadista o un empleado, predicador o pródigo, madre o hijo. Al permanecer, rehúsa ser ignorado. Al causar dolor, reduce a su víctima a las profundidades de la angustia. Y es en el punto de angustia que el sufriente decide entre someterse y aprender, desarrollando madurez y carácter, o resistir y volverse amargo, agobiado por la autocompasión y asfixiado por la voluntad propia.

He intentado, sin éxito, encontrar, sea en las Escrituras o en la historia, un personaje de voluntad resoluta que Dios haya usado grandemente sin que primero Él le haya permitido ser herido profundamente.

Fue una persona de esas que escribió estas palabras para ser leídas por todos:

Huéspedes

El dolor golpeó mi puerta y dijo
Que ella había llegado para quedarse,
Y aunque yo no le di la bienvenida
Sino que le solicité que se fuera,
Ella entró.
Tal como mi propia sombra
Ella me siguió,
Y de las estocadas y punzadas de su espada
En ningún momento pude librarme.
Y entonces, un día otro golpeó
Suavemente a mi puerta.
Grité: «No, el Dolor vive aquí,
No hay lugar para otro».
Entonces escuché Su tierna voz:
«Soy Yo, no temas».
Y desde el día en que Él entró,
¡Qué diferencia ha producido!

—Martha Snell Nicholson

Tomado de Come Before Winter and Share My Hope, Copyright © 1985, 1988, 1994 por Charles R. Swindoll, Inc. Todos los derechos reservados mundialmente. Usado con permiso.