Josué 1:8

Durante mis días en el noreste de los EE.UU., escuché de un profesor que administró una prueba sobre la Biblia a un grupo de estudiantes de la secundaria que tenían pensado asistir a la universidad. La prueba antecedía un ramo sobre la Biblia como una clase de literatura que él pensaba enseñar en una de las mejores escuelas públicas de la nación. Entre los descubrimientos más sorprendentes que le proporcionaron los estudiantes estaban:

Sodoma y Gomorra fueron amantes.
Jezabel fue la burra de Acab.
Los cuatro jinetes aparecieron en el Acrópolis.
Los Evangelios del Nuevo Testamento fueron escritos por Mateo, Marcos, Lutero y Juan.
Eva fue creada de una manzana.
Jesús fue bautizado por Moisés.

¡En serio! La respuesta que ganó a todas las demás fue dada por un joven que, en lo académico, se hallaba en el cinco por ciento más alto de la clase de graduandos.

La pregunta: ¿Qué era Gólgota?
La respuesta: Gólgota fue el nombre del gigante que mató al apóstol David.

Si no fuera tan patético, sería divertidísimo. ¿No es sorprendente lo lastimosamente iletrada que es la persona común en lo que se refiere a la palabra de Dios? En un país como EE.UU. que está lleno de iglesias y capillas, templos y tabernáculos, existen solo un manojo insignificante de estudiantes bastante bien informados sobre el Libro de libros. Tenemos las Escrituras en tapa dura, tapa de papel y de cuero . . . versiones y paráfrasis demasiadas numerosas como para contarlas, ediciones de letra roja con las palabras en diversos tamaños sobre las páginas . . . Biblias tan grandes como un diccionario de biblioteca y tan pequeñas como una lámina de microficha . . . y aun así los años pasan mientras una generación tras otra va traspasando su analfabetismo bíblico.

El conocimiento técnico y la pericia científica de nuestra nación sobrepasan en un grado lastimoso nuestra comprensión básica de la Biblia. Estamos avanzando hacia una era similar a la edad Oscura . . . cuando copias de las Escrituras estaban encadenadas al púlpito en el lenguaje secreto del clero . . . cuando el público se mantenía ignorante de las enseñanzas sobre la verdad que transforma la vida. Pero veo una gran diferencia. En esos días la ignorancia bíblica era por obligación . . . en nuestros días es voluntaria. Allí se encuentra el hecho más triste de todos.

¿A quién le atribuimos la culpa? Algunos dirían que los seminarios de Norteamérica. En realidad, algo del problema radica allí. Otros culpan los púlpitos de nuestra tierra. Eso es posible, pues una neblina en el púlpito sin duda producirá una niebla en las bancas. Demasiados predicadores se están especializando en sermones con un punto por aquí y otro por allá, pero sin un contenido entre los dos que valga la pena.

Aun otros culpan este presionado sistema satánico llamado el mundo—la sociedad—con sus llamados persuasivos y supuestos argumentos académicos en contra de lo que llaman «la necia y fanática creencia en la Biblia». Abrazar sus verdades, se nos ha dicho, es el equivalente a propinarse un suicidio intelectual. Los directores fúnebres que promueven esta mentira no tienen algo que ofrecer en su lugar para más allá de la muerte, y yo añadiría: aparte de un frío hueco en la tierra.

Pero en el análisis final, la ignorancia es una decisión personal—una decisión suya. Si algo va a tapar el hueco en el dique, tendrá que ser su dedo que pare la filtración . . . y deberá ser pronto.

Tomado de Come Before Winter and Share My Hope, Copyright © 1985, 1988, 1994 por Charles R. Swindoll, Inc. Todos los derechos reservados mundialmente. Usado con permiso.