Jonás 2:1-9
Lo recuerdo bien. Casi tan claramente como si hubiera ocurrido el mes pasado. Pero no fue así. Ocurrió bien avanzado en el verano del ’58. Yo era un infante de Marina. Más de 12.000 kilómetros de océano me separaban de mi esposa. ¿Mi situación descrita en una sola palabra? Desilusionado. Presionado. Aprendiendo. Solitario. Determinado. Sincero. Incierto. Asustado.
La cabaña de metal corrugado que yo llamaba casa también cobijaba a otros 47 Marinos, y fila tras fila de cabañas redondas idénticas a la mía envolvían a cientos de otros guerreros jóvenes—hombres que habían sido entrenados a matar. No es necesario contaminar su mente con las cosas que ocurrían dentro de esas barracas. Si se le hace difícil imaginarlo, solo piense en una jauría de perros callejeros que han sido molestados hasta llegar a gruñir y a echar espuma por la boca. Añada a eso un río interminable de lenguaje blasfemo, reste de allí toda restricción moral, multiplique eso por el calor y la humedad tropical, divida eso por los 365 días del año, y tendrá alguna idea de lo que era la vida en La Roca, Okinawa. Gracias a esos dieciocho meses, nunca he sentido el deseo de hacer turismo en la isla de Alcatraz. Pero fue necesaria esa experiencia para convencerme de uno de los puntos teológicos más básicos: el ser humano se encuentra totalmente depravado. Dentro de los primeros seis meses que pasé en ese ambiente impío, créame, fui convencido. Dios usó ese ambiente opresivo e inescapable para atraerme a Sí mismo, para encontrar refugio y frescura en Su Libro y para romper mi terca voluntad. Fue allí que decidí cambiar de carrera, regresar a la escuela y seguir tras el ministerio del evangelio.
Silenciosamente, de manera casi imperceptible, mi corazón se fue ablandando a la idea. En lugar de sentirme ofendido, toda la suciedad verbal me hizo sentir lástima por los tipos que estaban atrapados como ratas en las cañerías de una cloaca. La inhabilidad de lograr controlar su lujuria, a pesar de la presencia epidémica de enfermedades venéreas, provocó que sintiera compasión en lugar de crítica y distanciamiento de mis compañeros. En lugar de permanecer distante y ser como monje, me arriesgué acercándome, siendo un amigo, rozando hombros con hombres cuyo estilo de vida era, para mí, algo nauseabundo y vacío. Pero Dios honró mi manera de actuar. Antes de que yo pudiera decir sayonara, siete habían llegado a los pies de Cristo. Ahora, siete de 47 no parecería algo por qué andar celebrando, pero en una cabaña de metal corrugado del Cuerpo de Marina, amigo—¡eso es un avivamiento!
En retrospectiva, recuerdo claramente el punto de giro. No fue una visión celestial que causó el cambio de mi actitud. Mi resentimiento con Dios no menguó a causa de una voz audible en la noche. Puedo trazar mi aceptación de las circunstancias y el giro de mi enfoque a un solo versículo de las Escrituras.
Mañana le contaré más sobre ello.
Tomado de Come Before Winter and Share My Hope, Copyright © 1985, 1988, 1994 por Charles R. Swindoll, Inc. Todos los derechos reservados mundialmente. Usado con permiso.