Santiago 1:22-25

Érase una vez cuando la vida era simple y sin complicaciones. Seguro, había luchas y problemas, pero no eran tan complejos. El bien y el mal batallaban entre sí. También lo hacían la voluntad resoluta y la flojera. El bien luchaba contra el mal en el evento principal y pocos se mantenían neutrales. Había una línea clara e inconfundible entre ganar y perder. . . victoria y derrota. . . logro y fracaso. . . guerra real entre fuerzas opuestas y paz, paz real‒ no una paz que arde sin llamas, solo aparente.

A veces nos odiábamos a nosotros mismos y confesábamos abiertamente nuestra culpa y vergüenza. En otras ocasiones, nos apretábamos el cinturón, hacíamos la cosa difícil y lográbamos cumplir. Nos sentíamos orgullosos de nuestra determinación y traspasábamos ese orgullo a nuestra juventud. ¡Ellos creían en nosotros! Un matrimonio era para siempre. Un empleo era para trabajar. Un crimen era para ser castigado. Se miraba en menos a la irresponsabilidad, una promesa rota era inexcusable, el adulterio era un escándalo, las cosas duras se soportaban, el esfuerzo extra era admirado y aplaudido.

Entonces, poco a poco, llegó la niebla.

Todos los males del mundo, antes negros como el alquitrán, se tornaron extrañas matices del color gris. En lugar de verlos como claramente malos o la culpa de alguien, se convirtieron en algo borroso. . . y, finalmente, «inexplicables». Lo que, al ser interpretado, significa «excusables». Y el resultado de todo esto es un giro asombroso, un cambio sutil de roles.

Ahora es culpable (me perdonará la expresión) quien es más protegido que la víctima. Es el que protesta un acto de violencia que es mirado en menos, no el que cometió el acto. Es el tipo que usa palabras como disciplina, diligencia, integridad, culpa y vergüenza que es visto como un tipo raro, no el que ha desarrollado el don científico de la explicación y la racionalización.

«Si una persona ebria mata a mi esposa o deja a mis hijos minusválidos, ¿cómo puedo odiarlo? Todos sabemos que el alcoholismo es una enfermedad y nadie se enferma a propósito. Pero si realmente lo odio y si ese enojo es tan grande que me lleva a matar a ese conductor, usted no puede estar enojado conmigo. Después de todo, ¿no estuve sufriendo de locura temporal? (Esa es una breve enfermedad, como la influenza)».

Las explicaciones abundan, todo desde haber tenido en la niñez una pobre educación sobre el uso del inodoro, o padres injustos, o condiciones de trabajo que fueron opresivos o que el gobierno se aprovechó de uno. A veces en mis momentos de mayor enojo considero ideas locas sobre el «qué si». ¿Qué si se nos quitaran repentinamente los males del siglo veintiuno y las explicaciones «científicas»? Qué si hubiera un resurgimiento de frases antiguas como:

«Yo he decidido hacer . . .»
«Yo haré . . .»
«Yo ya no haré . . .»
«Estoy equivocado . . .»
«Empezando hoy, ya no . . .»

Eso significaría decirle adiós a términos indefinidos como:

«Lo estoy pensando . . .»
«Estoy trabajando en ello . . .» y
«Algún día pienso . . .»

Los sicólogos, pastores y consejeros que realmente son de peso saben que significa poco más que: «Estoy trabajando para desarrollar una excusa para no hacerlo».

¿Cómo lo sé? ¡Yo también he aprendido esas frases! En ocasiones, cuando se me acorrala con hechos concretos, meto la mano en mi canasta tal como lo hace usted— especialmente si no estoy preparado para tratar con mi propia responsabilidad en el asunto. Afloran esas pequeñas y convenientes «explicaciones» que alivian la culpabilidad.

Poco a poco estoy aprendiendo cuán enamorado estaba de todas esas frases claves que me hacían olvidar que el barco en que me hallaba se estaba hundiendo.

Permítame hablarle de manera franca. Y digo esto por una sola razón— para animarle a reemplazar las explicaciones con decisiones y acciones. Si yo hubiera continuado dando esas excusas de poco peso, mi ministerio se hubiera convertido en algo mediocre, nunca hubiera acabado el libro que quería escribir, nunca tendría un amigo cercano, hubiera saltado de trabajo en trabajo a causa de la presión y todavía sería un gordo feo.

Jesús tenía razón. Después de decirles a Sus discípulos cómo vivir vidas plenas, Él selló Sus palabras añadiendo: «Ahora que saben estas cosas, Dios los bendecirá por hacerlas» (Juan 13:17).

Tomado de Come Before Winter and Share My Hope, Copyright © 1985, 1988, 1994 por Charles R. Swindoll, Inc. Todos los derechos reservados mundialmente. Usado con permiso.