Salmo 119:89-96

Desde que yo era tan pequeño que solo llegaba hasta las rodillas de un mosquito, se me ha enseñado y he creído en la infalibilidad de las Escrituras. Entre las principales doctrinas de la verdad, esta se ubica junto a las doctrinas de Dios, la deidad de Cristo y la salvación por gracia. Podemos tener nuestras opiniones sobre algunos de los eventos en el calendario escatológico de Dios, o dejar amplitud de criterio en cuanto a puntos de vista sobre los ángeles y sobre el gobierno local de la iglesia. Pero cuando el tema cambia hacia la infalibilidad de la Santa Palabra, estoy convencido de que no hay lugar para opinar. No lo puede haber. Si usted quita ese absoluto le va a quedar un hueco tan grande en su represa que nada lo podrá tapar. Con el pasar del tiempo y el incremento de la presión, no pasará mucho tiempo antes de que todo a su alrededor se pondrá mojado y resbaloso. No se vaya a equivocar; la infalibilidad de la Escritura es un asunto determinante.

Pero espere . . . paremos allí mismo en lo que se refiere a la infalibilidad. Antes de que mencione a lo que voy, permítame citar la definición del diccionario de la Real Academia Española: «que no puede errar . . . seguro, cierto, indefectible».

Si bien eso es cierto en cuanto a la Escritura, no es así con las personas. Cuando se trata de humanidad, la falibilidad está a la orden del día. ¿Qué significa eso? Justamente esto: no existe alma alguna sobre esta tierra que sea incapaz de cometer un error, que esté libre de faltas, que no pueda equivocarse, que sea absolutamente y sin lugar a duda confiable. No es posible. La depravación mezclada con el conocimiento limitado y la tendencia a malinterpretar, a no comprender, a citar mal y a juzgar erradamente debiera librarnos a todos de dos errores comunes: primero, la deificación de ciertos individuos (incluyéndonos a nosotros mismos); y segundo, la desilusión que se produce al descubrir las flaquezas y los errores que hay en los demás.

Así como la infalibilidad bíblica nos asegura que cada página de ella es incapaz de error o de engaño, la falibilidad nos recuerda que cada persona es capaz de ambas cosas. Las consecuencias son igualmente claras. Cuando se trata de la Biblia, siga confiando. Cuando se trata de personas, use el discernimiento.

Eso incluye a todas las personas. No me alcanza el espacio para completar una lista, por lo que seré dolorosamente general y mencionaré a un solo grupo. Escojo este grupo porque es el que tendemos a no cuestionar: aquellos profesionales a quienes les confiamos nuestro cuerpo, alma y espíritu—me refiero a los médicos, sicólogos y pastores. ¡Qué influencia tienen estos hombres y mujeres! ¡Qué cantidad de bien logran hacer! ¡Cuán necesario son! Si nos pidieran nombrar a 10 personas a quienes más admiramos y apreciamos la mayoría de nosotros incluiría dos o tres personas de esta categoría. ¡Cuánta gracia nos ha demostrado Dios al concedernos personas tan espléndidas como estas para ayudarnos a atravesar este valle de lágrimas! Pero cada uno de ellos tiene algo en común con todos los demás—la falibilidad. De tiempo en tiempo, aquellos a quienes más admiramos nos hacen recordar eso; a pesar de ello, todo lo que hay en nosotros se esfuerza por resistir tales recordatorios. De los tres tipos, creo que es el ministro a quien la gente tiende más a poner sobre un pedestal.

Ciertamente esta práctica no es bíblica. Los creyentes de Berea fueron felicitados porque después de escuchar a Pablo «examinaban las Escrituras para ver si Pablo y Silas enseñaban la verdad» (Hechos 17:11). Apolos y Pablo son mencionados simplemente como «siervos de Dios mediante los cuales ustedes creyeron la Buena Noticia» (1 Corintios 3:5) y después se les asignó un lugar de poca significancia: «No importa quién planta o quién riega; lo importante es que Dios hace crecer la semilla» (1 Corintios 3:7).

Es fácil olvidar todo eso, especialmente en un tiempo en que deseamos tener a líderes a quienes podemos seguir y respetar. Si se ponen a seres humanos imperfectos sobre pedestales están destinados a caer, fallar y desilusionar, pero la Palabra de Dios es santa, inerrante y totalmente confiable. A Él sea la gloria.

Tomado de Come Before Winter and Share My Hope, Copyright © 1985, 1988, 1994 por Charles R. Swindoll, Inc. Todos los derechos reservados mundialmente. Usado con permiso.