Salmos 25:16
Su voz era débil y temerosa cuando ella me habló por teléfono. Era casi la medianoche y ella seguía pidiendo disculpas . . . pero se sentía muy sola y quería que alguien la escuchara. Nunca conseguí su nombre ni su dirección, ni suficientes indicios sobre su localidad como para poder dar seguimiento a nuestra conversación. Su historia desesperante me rompió el corazón. En realidad, lloré después de que ella dijo: «Adiós—gracias por escuchar».
Cuando nació, mi amiga anónima no fue querida por su madre y su padre. Ellos la pusieron en una casa de crianza y se apartaron de su vida, sin dejar rastros sobre su ubicación y sin prometer que regresarían. Ella pasó de casa en casa, añorando el día en que ellos regresarían y la querrían y la amarían y la aceptarían. Ellos nunca lo hicieron. Pasaron años. Ella se convirtió en una adolescente rebelde—descargando su furia en contra del mundo y después en contra de ella misma al intentar suicidarse. Un sentimiento de miseria la hostigaba por dondequiera que iba mientras esperaba en vano el regreso de sus padres. La ausencia de ellos se volvió insoportable.
De repente, ella decidió salir a buscarlos. ¡Y lo logró! A través de una serie increíble de eventos y supuestas coincidencias, una noche ella entró de nuevo a sus vidas . . . pero pronto descubrió que aún no era querida.
Sus padres le permitieron quedarse por un tiempo, pero la relación se sentía obligada e incómoda. Una mañana ellos le dijeron que tenían planes de empezar una vida nueva. Iban a adoptar a un bebé varón—y «empezar de nuevo». En lo profundo de su corazón ella añoraba ser incluida en ese nuevo comienzo . . . pero no quería obligarlos a que la incluyan.
Con pocas ganas, se obligó a sí misma a decirles: «No quiero ser un impedimento para ustedes—probablemente sería mejor que yo no estuviera aquí. Quizás sería mejor que me vaya».
A lo que su padre respondió: «Está bien, yo te ayudaré a empacar». Rápidamente, él empacó algo de ropa en una mochila, enrolló un saco de dormir, lo ató a la mochila, después dobló un billete de 10 dólares y lo puso en el bolsillo de ella. Entonces le estrechó la mano, sonrió y levantó la mano en señal de adiós.
Desde ese momento oscuro en su vida ella ha vivido en los cerros, caminado por las calles, durmiendo en callejones, comiendo de los tachos de la basura y buscando trabajo sin éxito. No queriendo que le tengan lástima ni que le den una limosna, colgó el teléfono porque sentía frío en la cabina telefónica y necesitaba encontrar un refugio antes de que la policía la fuera a recoger. Nunca olvidaré la voz de ella.
En ese momento, en algún lugar de la inmensa, impersonal y peligrosa megalópolis llamada Los Ángeles había una mujer que estaba confundida, totalmente desilusionada con la vida . . . y con una terrible necesidad de ser querida.
Si la historia de ella fuera la única, sería lo suficientemente trágica; sin embargo, situaciones similares pueden ser multiplicadas por cientos, en varias de nuestras ciudades. De hecho, las probabilidades son buenas de que hay aquellos en la comunidad cristiana de su iglesia que se sienten no queridos, olvidados, sin amor (¡hasta poco atractivos!)—y se sienten más solos de lo que se pueda expresar con palabras. Quisiera hablar a favor y en defensa de ellos. Eso lo haré mañana. Por ahora, mire a su alrededor. Prepárese para abrir sus ojos y su corazón a esa persona que está al otro lado de la llamada telefónica.
Tomado de Come Before Winter and Share My Hope, Copyright © 1985, 1988, 1994 por Charles R. Swindoll, Inc. Todos los derechos reservados mundialmente. Usado con permiso.