1 Juan 3:1-5

Si las lágrimas fueran tinta indeleble en lugar de fluido transparente, todos nosotros estaríamos manchados de por vida. Las circunstancias angustiosas, los encuentros dolorosos con las calamidades, los golpes verbales brutales que recibimos de un cirujano o de un cónyuge enojado, la pérdida repentina de alguien a quien simplemente adorábamos, sobrellevar las consecuencias de una decisión estúpida—¡Ah! Tal es el lamento y la labor del vivir.

Al escribir estas líneas, hay familias que esta noche no tienen casas a las cuales regresar. Un raro desprendimiento de tierra se las llevó tal como la marea se lleva a un castillo de arena. No fue por fuego. No fue terremoto. Ni siquiera un temblor de aviso. Simplemente algo que no se ve por estos lados, un repentino resbalar del terreno, y daños evaluados en millones de dólares. . . y recuerdos imborrables. Le desafío a meditar sobre la situación de ellos por dos minutos sin sentir que se les parte el corazón por dentro.

Una carta llegó hoy proveniente del noroeste del país. Escrita nítidamente. Con palabras cuidadosamente escogidas. Pero detrás de la tinta, un lamento que origina en los huesos:

«¡Mi vida ha sido vuelta patas arriba en los dos últimos años y Dios no me ha dado mucho tiempo para tomar aliento! Hace un año, mi esposo falleció en un accidente aéreo militar en Groenlandia, y tengo dos niños, de 7 y 9, de quienes ahora soy responsable por mí sola».

Unas semanas atrás, mi teléfono sonó en medio de la noche. Con una voz temblorosa, el joven, quien optó por no identificarse, comenzó:

«Tengo una pistola. Está cargada. Pienso usarla contra mí mismo esta noche. Alguien me dijo que usted podría ayudarme. No veo razón alguna para seguir viviendo y fallando. Dígame por qué no debo quitarme la vida. [Comenzó a sollozar]. Hábleme, rápido. . .».

Querido Joseph Parker, un ferviente orador de púlpito y un excelente pastor y autor por varias décadas, lo dijo bien unos tres años antes de fallecer:

«Hay un corazón roto en cada banca. Predique a los que tienen pena y nunca le faltará una congregación».

El poeta Percy Bysshe Shelley tenía razón. Él personificó a la Pena como una madre «con su familia de suspiros». Y así es ella. Encorvada y cansada de la monotonía, pero siguiendo con la reproducción de hijos solo para suspirar y llorar y morir.

Sin Dios —fin del mensaje. Finis. El fin de la miseria. Baja el telón. Es aquí donde el humanismo pone su punto final. Es aquí donde la filosofía hace su última reverencia. Tomando prestado las palabras de terror de Robert Ingersoll, el único bis para la muerte es:

«el eco de un lamento desgarrador».

Pero no es necesario que eso sea el final. La vida, con todas sus presiones y desigualdades, lágrimas y tragedias, puede ser vivida en un nivel más arriba de sus miserias. Si no fuera posible, el cristianismo tendría poco que ofrecer. Jesús sería reducido a nada más que un mendigo que pide disculpas en la puerta trasera, con Su sombrero en la mano y una historia de mala suerte que usted puede tomar o dejar.

No —¡no lo crea! Es sobre la plataforma de la presión que nuestro Señor hace Su mejor trabajo. . . esos tiempos en que la tragedia se une de manos con la calamidad. . . cuando Satanás y una hueste de demonios nos incitan a dudar de la bondad de Dios y negar Su justicia. Es en tiempos como esos que Cristo desenvaina la espada de la verdad, silenciando las dudas y ofreciendo gracia para ser recibida, esperanza para continuar.

Escúchenlo bien a Él:

«Pues todo hijo de Dios vence a este mundo de maldad, y logramos esa victoria por medio de nuestra fe». (1 Juan 5:4)

No una débil corazonada. No un sueño de hadas. . .  sino un hecho concreto tan sólido como el granito y dos veces más seguro —¡victoria para vencer conseguida por la fe!

¿Es así para todos? No. ¿La mayoría? No. Léalo otra vez. Es solo para quien es un «hijo de Dios». . . solo los hijos de Dios son vencedores.

¿Significa, entonces, que no habrá tristezas? No. Significa que seremos capaces de vencerlas. . . vivir en Su victoria a pesar de ellas. ¿Cómo? Por medio de la fe, tal como Él lo prometió. Al establecer mi fe sobre la seguridad absoluta de que Él está consciente de mi situación. Él está a cargo de ella. . . y Él me dará toda la gracia que yo necesite para poder navegar por medio de ella, a pesar de las olas y lo demás, un día tormentoso a la vez.

La pena y su triste familia de suspiros pueden dejarse caer de visita, pero no se quedarán por mucho tiempo cuando se den cuenta de que la fe llegó primero. . . y que no tiene planes de irse de allí.

Tomado de Come Before Winter and Share My Hope, Copyright © 1985, 1988, 1994 por Charles R. Swindoll, Inc. Todos los derechos reservados mundialmente. Usado con permiso.