En una de sus cartas a la iglesia de Corinto el Apóstol Pablo escribió estas palabras: “Pues considerad, hermanos, vuestro llamamiento; no hubo muchos sabios conforme a la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles” (1 Corintios 1:26). Dios a menudo escoge a tales personas: Dios llamó a Gedeón mientras éste estaba escondido en un lagar temblando por su vida. Moisés, heredero al trono convertido en homicida fugitivo, y pastor sin alcurnia, se quejó a Dios por su falta de capacidad para hablar. David era un rey tan improbable que su padre ni siquiera consideró presentarlo al profeta Samuel para que lo considerara.

Tal vez nada mejor ilustra la preferencia de Dios por los rechazos de la sociedad como los doce que Jesús llamó para que sean sus discípulos. Ninguno de ellos logró alta posición social, ninguno era distintivamente religioso, y ninguno contaba con educación superior. Acompañando a Jesús por unos tres años, constantemente reñían, se quejaban y dudaron. La mayoría de los grandes líderes tienen un núcleo de seguidores talentosos, consistentes y desprendidos que creen firmemente en la visión del líder. Jesús, por otro lado, escogió hombres sin alta educación, sin pulimento, inconsistentes y egoístas que no tenían ni idea de su misión divina.

Simón, rústico pescador galileo, sirvió como líder y portavoz de los Doce (Mateo 14:28; Juan 6:68). Jesús le cambió su nombre a Pedro después de que éste hizo la primera confesión pública de que Jesús era “el Cristo, el Hijo del Dios viviente.  (Mateo 16:16–18).  En numerosas ocasiones en los relatos de los Evangelios se le pinta como hablando impetuosamente y siendo terco; rápido para pecar, y sin embargo también pronto para arrepentirse. En años posteriores él, junto con Juan, llegó a ser el líder de la iglesia de Jerusalén (Hechos 2:14–41; 5:1–9; 9:32–43).

Además de Pedro, los dos discípulos más íntimos de Jesús fueron Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo, también conocidos como “hijos del trueno” (Marcos 3:17). Estos tres (Jacobo, Juan y Pedro) estuvieron con Jesús en el monte de la Transfiguración (Mateo 17:1-13), y estuvieron en Getsemaní con Jesús más que el resto de los discípulos (Mateo 26:36-39). Juan, que se llama a sí mismo “el discípulo al que Jesús amaba” (Juan 13:23; 19:26–27; 20:2), escribiría más tarde el Evangelio de Juan, así como las tres cartas que llevan su nombre. Jacobo fue ejecutado por Herodes Agripa, tetrarca de Galilea, apenas pocos años después de la resurrección de Jesús (Hechos 12:1–2).  En las narraciones de la pasión Juan huyó de la escena en el huerto y más tarde fue el único discípulo que vio a Jesús morir. A Jacobo no se le menciona para nada.

Al leer el resto de la historia del evangelio lo que se halla es ocho otros hombres que siguieron a Jesús por todas partes durante su ministerio. No se les menciona, sin embargo, en las últimas doce horas de la vida de Jesús, porque habían desaparecido. Esto puede llevar a dar por sentado que lo habían abandonado. Salieron huyendo. Huyeron para salvar sus vidas y dejaron a Jesús para que muera.

El último discípulo, el que juega el papel más importante en las horas finales de la vida de Jesús, es Judas Iscariote, el tesorero del grupo (Juan 12:4–6; 13:29).  Un autor dice esto respecto a Judas: Debe haber sido hasta cierto punto un ciudadano prominente, puesto que se le dio la responsabilidad de guardar el dinero. Más tarde empezó a robarse los fondos (Juan 12.6), sin embargo, y a la larga fue impulsado a traicionar a Jesús. Después de aceptar treinta monedas de plata de parte de los líderes religiosos para traicionar a Cristo, trató de devolver el dinero, y a la larga se ahorcó.

Hallamos difícil observar a los discípulos en las horas finales de Jesús y ver un ejemplo positivo. No hicieron otra cosa que reñir, esconderse por el miedo, y poner en tela de duda el liderazgo de Jesús, ¡no exactamente excelentes ejemplos modelo! Pero el hecho de que fracasaron tan calamitosamente es la base del mensaje real: Dios usa lo débil, al cobarde y al pecador. Nos toma en nuestra peor situación y nos convierte en algo maravilloso. El momento en que los discípulos lo abandonaron, Jesús se enfrentó a la chusma que había venido a apresarlo, y les recordó que él tenía las riendas, y que voluntariamente iría a la cruz para morir por sus pecados. Cuando Dios perdona y usa al débil, al cobarde y al pecador, él recibe todo el crédito. Así es como debe ser.