Muchas profesiones atraen la atención pública como una sandía madura atrae a las moscas. Si no es el dinero que producen, son las compañías con las que se relacionan o las tendencias que imponen, o las controversias que incitan.
Hay una profesión, no obstante, que no es ni notoria ni controversial. Si acaso, es virtualmente ignorada. Aunque es esencial para el futuro brillante del mundo, e inseparablemente ligada al hogar como otras pocas profesiones, se le ha tratado con desdén. Con paga baja y poco aprecio, los que se ganan la vida en este campo avanzan contra abrumadoras probabilidades. Viven bajo una crítica que por lo general no se merecen. Invierten horas extras por las que jamás reciben paga. Mantienen un estándar de excelencia independientemente de la oposición. Siguen siendo entusiastas a pesar de los desánimos diarios. Aplican creatividad e incluso todo método motivacional del que pueden echar mano sin el aplauso o agradecimiento de parte de los que reciben sus servicios.
Con sueños alimentados por esperanza interna antes que por evidencia —y con determinación basada en el potencial oculto antes que en la realidad presente— estos hombres y mujeres valientes forjan mentes, ejercitan la imaginación, presentan un reto al pensamiento, y, sobre todo, modelan consistencia. Tienen una enemiga principal, contra la cual luchan con energía incansable: la ignorancia. Y aunque ella se mofa con desplante, vestida con la armadura del prejuicio y defendiéndose con la espada del orgullo, se ve obligada a rendirse ante su diestro contrincante. El conocimiento inevitablemente gana. La verdad da libertad.
Y, ¿quiénes son los que comandan en el lado triunfador? ¿Quiénes son los héroes incansables, valientes que estoy describiendo? A estas alturas ya debe saberlo.
Son los que enseñan.
Independientemente de la materia, los maestros ejercen sus destrezas en salones de clase grandes y pequeños por todo el mundo. Las herramientas de su oficio tal vez no sean impresionantes: un pedazo de tiza, un libro, una tarea para hacer en casa, una sonrisa de ánimo, una venia de afirmación, una palabra fuerte de advertencia, una calificación, un proyecto, una respuesta a una pregunta, un problema que resolver, un apego a datos obstinados, una idea provocativa; y sin embargo estas herramientas son los mismos instrumentos que afilan a mentes de otra manera obtusas. ¡Qué poderosos son los diestros en estas herramientas!
Piense en algunos de los que le enseñaron. Considere el valor permanente de sus inversiones. Mi cabeza da vueltas cuando lo hago. Debido a buenos maestros todo mi mundo se amplió de diminuto a titánico. En salones de clase aprendí a leer, a amar los libros, aprendí a hablar sin tartamudear. Aprendí a apreciar las artes, a pensar con mi propia cabeza, a responder a preguntas difíciles, a sostenerme firme sin temor cuando estoy armado con la verdad. Aprendí a amar la biología, la literatura y la historia. Aprendí a pensar teológicamente, a predicar con cierto grado de confianza, a usar los idiomas originales bíblicos para preparar mis sermones, a discernir la debilidad y el error, a lidiar con problemas difíciles y personas engreídas.
¿Cómo? Maestros; mentores dedicados, inteligentes, competentes; educadores de mentalidad firme, pensamiento claro, siempre aprendiendo, que me dieron su tiempo e invirtieron en mí su atención, y que desde muy temprano se hicieron de la vista gorda a mi inmadurez, que vieron material bruto detrás de mi naturaleza parlanchina, mi actividad incesante y mis travesuras; que se negaron a dejarse descarriar, que pusieron mis pies sobre el fuego, y me desafiaron a que acepte el reto, que tuvieron suficiente sabiduría como para dejar caer la carnada justo en los lugares precisos, para engancharme de por vida.
Ante todos ustedes que enseñan, me quito el sombrero. Ustedes tienen una profesión invaluable, una deuda que se debe cumplir, un llamamiento que con certeza es tan alto y noble como el del ministerio (y a veces mucho más efectivo), un modelo sin el cual no podemos vivir si esperamos seguir siendo fuertes y libres. No se den por vencidos. Si alguna vez los necesitábamos, los necesitamos en este momento.