En cinco ocasiones distintas, los líderes judíos me dieron treinta y nueve latigazos. Tres veces me azotaron con varas. Una vez fui apedreado. Tres veces sufrí naufragios. Una vez pasé toda una noche y el día siguiente a la deriva en el mar. He estado en muchos viajes muy largos. Enfrenté peligros de ríos y de ladrones. Enfrenté peligros de parte de mi propio pueblo, los judíos, y también de los gentiles. Enfrenté peligros en ciudades, en desiertos y en mares. Y enfrenté peligros de hombres que afirman ser creyentes, pero no lo son. He trabajado con esfuerzo y por largas horas y soporté muchas noches sin dormir. He tenido hambre y sed, y a menudo me he quedado sin nada que comer. He temblado de frío, sin tener ropa suficiente para mantenerme abrigado. Además de todo eso, a diario llevo la carga de mi preocupación por todas las iglesias. (2 Corintios 11:24-28, NLT)

Nosotros preferimos admirar a Pablo por su fortaleza en las pruebas. Quisiéramos aplaudir su determinación contra la brutal persecución que sufrió. Pero si este hombre estuviera vivo hoy, no aceptaría nuestras felicitaciones. Él nos diría: “No, no, no. Ustedes están equivocados. Yo no soy fuerte. El fuerte es Aquel que derrama su poder en mí. Mi fortaleza proviene de mi debilidad”. Esa no es falsa modestia. Pablo nos diría: “La fortaleza viene de aceptar la debilidad y de gloriarse en ella”. Es una clase de respuesta que proporciona fortaleza divina, y que le permite lanzarse a la acción.

El distinguido pastor escocés James Stewart, dijo algo que es desafiante:

Es siempre sobre la debilidad y humillación humanas, no sobre la fortaleza y la confianza. Que Dios elige construir su reino, y que Él puede utilizarnos, no solo a pesar de nuestra insuficiencia, impotencia y descalificadora debilidad, sino precisamente a causa de ellas.

Este es un descubrimiento emocionante que podemos hacer. Eso cambia nuestra actitud mental hacia nuestras circunstancias.

Hagamos una pausa lo suficientemente larga para examinar este principio con toda seriedad. Sus humillaciones, sus luchas, sus batallas, sus sentimientos de incompetencia, su impotencia, incluso sus llamadas debilidades “descalificadoras”, son precisamente las cosas que lo hacen a usted efectivo. Una vez que usted está convencido de su propia debilidad y ya no trata de ocultarla, abraza el poder de Cristo. Pablo ejemplificó maravillosamente esa cualidad, una vez que captó el principio. Su orgullo lo abandonó, y en su lugar surgió una humildad genuina que ninguna dosis de penalidades pudo borrar.

Eso en cuanto a Pablo. ¿Y qué de usted, en el siglo XXI? ¿Son excesivos sus sufrimientos y sus cargas? ¿Siente también, como si estuviera en estos días bajo una presión tal, que está al borde de la desesperación? Entonces le tengo una noticia sorprendente: Usted está exactamente donde Dios quiere que esté. Hicieron falta todos estos años para llevarlo a este grado de debilidad, a este grado de impotencia. ¡Pero ahora, levante sus ojos a lo alto!

¿Se está usted sintiendo aplastado y confundido, incomprendido y que ya no aguanta más? Resista la tentación de arremangarse y poner en operación un plan de recuperación autoimpuesto. ¡Esta es su oportunidad! En vez de defenderse, ríndase. Acepte su debilidad. Dígale al Padre celestial que usted va a confiar en la fortaleza de su poder. Si Pablo pudo hacerlo, usted también puede. Y yo también.

En este momento estoy enfrentando unas situaciones difíciles. Usted también, sin duda. Para ser sincero, soy demasiado débil para manejar cualquiera de ellas. Usted también. Estoy al borde de las lágrimas. Me desanimo con frecuencia. Casi no transcurre una semana sin que caiga en una leve sensación de desánimo. ¿Le suena familiar? ¡Admítalo! Hay noches en que no puedo dormir bien. Hay veces que lloro de decepción por el fracaso en la vida de una persona . . . o en la mía. ¿Usted también? Usted y yo necesitamos enfrentar el hecho de que jamás podremos manejar solos estas presiones. La fortaleza de Dios será nuestra cuando reconozcamos esto, no antes.

Ahora que usted y yo estamos comenzando a captar lo que Pablo ejemplificó tan bien, la fortaleza en la debilidad, le sugiero que ambos lo aceptemos verdaderamente. Usted y yo ya hemos batallado bastante en la vida. ¿Cree que ya es hora de ponerle fin a ese hábito? Vengamos ambos delante del Señor y digámosle: “Señor, si tú no vienes en mi ayuda, estoy perdido. Si no abres esa puerta, no se va a abrir. Mi situación está en tus manos. Estoy cansado de batallar, de avanzar a empujones, de confiar en mí mismo. Me rindo”.

Cuando lo hagamos, le escucharemos decir: “Bástate mi gracia. Mi poder se perfecciona en tu debilidad”. ¿Está listo para enfrentar la próxima batalla con una nueva estrategia? Muy bien, comience por rendirse. En vez de volver a su método de siempre: de hacer un mes de flexiones mentales; de decirse a sí mismo que debe aparentar fortaleza y tener una actitud valiente; de ponerse los guantes y entrar al cuadrilátero contoneándose; de confiar en sus propias fuerzas para ganar, tener éxito e impresionar, deténgase y ríndase. Caiga de rodillas y clame a Dios. Reconozca sus insuficiencias y declare su incapacidad de seguir adelante por sí mismo.

Si está finalmente listo para hacerse a un lado y dejar que Él haga su voluntad, dígaselo y luego hágalo. Dios honrará ese reconocimiento suyo de debilidad, exhibiendo Su fortaleza a través de usted. Pero si no lo hace, Él tampoco lo hará.

La respuesta es suya.

Adaptado del libro, Pablo: Un hombre de gracia y firmeza (Editorial Mundo Hispano © copyright 2003).