En la zona norte del mar de Galilea se encuentra una colina desde donde se puede observar el movimiento de sus azules aguas. Desde esta colina se devela un panorama que nos recuerda los inicios del ministerio de Jesús, sanando en Capernaún, llamando a sus primeros discípulos y expresando una enseñanza simple, pero a la vez profunda, que continúa cambiando las vidas hasta el día de hoy.
Hace dos mil años, una gran multitud se acercó a esa colina esperando recibir sanidad de parte de un joven rabino que todavía no era muy conocido (Mateo 4:23- 5:1). Sin embargo, lo que encontraron fue un maestro muy diferente a todos los demás que habían escuchado antes. La Biblia dice que se “maravillaron” por su enseñanza (7:28 -29).
Aun hoy, muchas personas todavía llegan a escuchar las palabras de Jesús de Mateo 5. Durante un recorrido reciente a Israel, mi esposa y yo fuimos a esa colina a escuchar la conocida frase, “Bienaventurados sois” en un mensaje predicado por el pastor Charles Swindoll. Justamente allí, en el Monte de las Bienaventuranzas, fue lo que vi, más que lo que oí, lo que realmente me demostró el poder de esas palabras de Jesús.
Era una mañana brillante. El sol se reflejaba esplendorosamente en el lago. Los árboles, como si hubieran despertado de su sueño nocturno, abrían sus ramas hacia los rayos cálidos. Mientras el sol marchaba con el tiempo, así también su temperatura aumentaba.
Llegamos a la colina y nos sentamos en un anfiteatro que nos protegía de los rayos solares. Cuando el pastor Swindoll comenzó a predicar, una anciana que se encontraba en la parte de atrás, capturó mi atención. Quizás por su edad, o por razones que aún no conozco, ella no pudo bajar los escalones para resguardarse bajo la sombra, así que decidió sentarse en pleno sol. Mientras la observaba, escuché al pastor Swindoll repetir las palabras de Mateo 5:3 “Bienaventurados los pobres en espíritu”. Él nos explicaba que una persona que era pobre en espíritu “no tenía arrogancia ni orgullo; era una persona que no se impresionaba consigo misma.” Fue en ese momento que vi a un señor levantarse de su asiento, tomar unos letreros, caminar hacia la anciana y hacerle sombra con los carteles.
El pastor Swindoll siguió leyendo: “Bienaventurados los que lloran, pues ellos serán consolados” (Mateo 5:4). Mientras oíamos hablar del dolor y de la pérdida, esta ancianita comenzó a llorar. El hombre que estaba a su lado, buscó entre sus cosas un pañuelo y se lo dio a ella. Lo hizo gentilmente, lo hizo sin aspavientos.
Cuando el pastor Swindoll leyó las palabras: “Bienaventurados los humildes”, “Bienaventurados los misericordiosos” (Mateo 5:5, 7), noté cómo el sudor caía por la frente del amable caballero. Fue allí que me di cuenta que una demostración práctica de las palabras de Jesús allí estaba ocurriendo.
El pastor Swindoll nos había dicho que nuestro tiempo en el Monte de las Bienaventuranzas sería un momento inolvidable en nuestras vidas. Tenía mucha razón. Estar allí, donde esas enseñanzas fueron expresadas por primera vez y luego verlas con mis ojos mediante gestos tan sencillos y a la vez maravillosos, crearon un buen reflejo de las bienaventuranzas que me acompañará el resto de mi vida.