La presencia de Timoteo en la escena misionera del primer siglo es resultado de la tarea formativa que el apóstol Pablo ejerció sobre él. El argumento es correcto y estamos de acuerdo en que existen suficientes pasajes bíblicos que así lo confirman (1 Tes. 3:2; 1 Co. 4:17; Hch. 20:1-5; Fil. 1:1). Sin embargo, no podemos tampoco minimizar la formación primaria que recibió Timoteo aún antes de conocer a quien sería posteriormente su mentor. Esta influencia inicial provino desde el seno de su mismo hogar. Sin temor a equivocarnos, podemos decir que la primera influencia espiritual en la vida de Timoteo provino directamente de su abuela y de su mamá (2 Ti. 1:5). Posiblemente su padre era gentil, y por lo tanto, no era creyente en Cristo, pero su madre era judía cristiana (cp. Hch, 16:1-3) y se había convertido antes del primer viaje misionero de Pablo.

La fe en el círculo familiar cercano a Timoteo no era fingida (1:5). Habían sido genuinamente regenerados, caminaban en comunión con Dios y dependían totalmente de él. Por esta razón no nos sorprende encontrar a este joven como uno de los protagonistas de la historia de la iglesia primitiva. Únicamente faltaba que a la vida de este novato se le asociara un veterano en las filas del Evangelio. El apóstol Pablo vio el potencial del joven Timoteo y desarrolló con él una relación de padre a hijo que tuvo gran impacto en la vida y ministerio de este discípulo.

Es muy cierto que la tarea titánica de las misiones involucra en alto grado a la iglesia en cuanto a la capacitación, el envío, y el sostén económico y espiritual del enviado. Pero de cuánta ayuda resulta que el fuego por las misiones se encienda en nuestro propio hogar. El misionero va al campo siendo enviado por la Iglesia del Señor, pero siempre hay un hogar que, aunque generalmente permanece oculto en las crónicas misioneras, recuerda a sus hijos en oración y desde donde primeramente se encendió la pasión por las misiones.