Recuerdo una noche de juegos y diversión alrededor de la mesa de la cena en nuestra casa. Fue de locos. Para empezar, uno de los chicos apenas pudo contener la risita durante la oración (lo cual no era raro) y eso hizo caer la primera ficha de dominó. Luego alguien contó algo cómico ocurrido en la escuela, y eso, aparte de la forma en que lo dijo, desató el caos alrededor de la mesa. Ese fue el comienzo de veinte o treinta minutos de la risa más fuerte, más estruendosa, y más divertida que uno puede imaginarse. En cierto punto observé a mi hijo mayor literalmente caerse de la silla desternillándose de risa, a mi hijo menor encorvándose sobre su silla al punto en que su cara terminó en el plato, con porciones de comidas pegadas a las mejillas . . . y mis dos hijas apoyadas contra el espaldar, ausentes y preocupadas con la terapia más benéfica y hermosa que Dios jamás le concedió a la humanidad: la risa.

Fue tan asombroso que todo pareció menos serio y pesado. La irritabilidad e impaciencia quedaron marginadas como invitadas no deseadas. Por ejemplo, durante la comida el pequeño Chuck derramó el refresco dos veces . . . e incluso eso hizo que todos estallaran en risa. Si recuerdo correctamente, con esa eran seis veces ese mismo día en que él había derramado accidentalmente su refresco, pero nadie se molestó por llevar la cuenta.

Recuerdo haberme sentido lleno y entusiasmado con los recuerdos más agradables que un padre puede disfrutar: una familia saludable, feliz, que se ríe. ¡Qué tesoro! La carga que a menudo pesaba fuertemente sobre mis hombros a esas alturas cada semana pareció ligera e insignificante. La risa, la amiga necesitada, había pagado otro dividendo.

Si me lo pregunta, pienso a menudo que es tan sagrado reírse como orar . . . o predicar . . . o dar testimonio. Pero igualmente, la risa es un testimonio de muchas maneras. Nos hemos dejado guiar por una mentalidad tergiversada, desequilibrada, y hemos llegado a pensar que la risa y la diversión es carnal, e incluso cuestionable. Éste es uno de los dardos más penetrantes de Satanás, y por el aspecto y rayas profundas en nuestras caras, parece que a algunos de nosotros se nos ha perforado demasiadas veces. Patético en verdad es el creyente severo, sombrío, que ha cultivado el aspecto de un sabueso viejo gracias a largas horas de práctica de humor restringido y risas reprimidas.

Caras largas y severas no son nada nuevo. La fraternidad ceñuda de amargados empezó en el primer siglo. Sus miembros constituyentes fueron un grupo de religiosos ceñudos y almidonados llamados fariseos. Casi ni tengo que recordarles que las palabras más severas de Jesús estuvieron dirigidas contra ellos. Su forma de vida súper seria, ritualmente rígida, le daba náuseas a nuestro Señor. Esto me lleva a un punto relacionado de contención que tengo con los artistas que pintan a Jesús perpetuamente sombrío, a menudo deprimido. Nadie puede simplemente convencerme de que durante 33 años como carpintero y discipulador de los Doce Jesús nunca disfrutó de una risa larga y tendida. ¿No sería refrescante ver unos cuantos cuadros de Jesús desternillándose con sus compañeros, disfrutando a mandíbula batiente de unos pocos minutos de diversión con ellos? ¡Con certeza que eso no es herejía!

Imagínese mentalmente a Martín Lutero, el reformador. ¿Qué es lo que ve? ¿Una cara severa, con mandíbula de acero, luchador ceñudo con su puño alemán crispado y levantado contra el mal? ¡Ni en sueños!

Varios de sus biógrafos nos informan que él rebosaba de sinceridad sin cortapisas, transparente . . . franqueza clara y agradable . . . humor y alegría juguetona. Con razón atraía a los oprimidos y desvalidos de su día, como moscas a la miel. El reformador, como ve, no tenía miedo de reírse. En una palabra, por sorprendente que pudiera parecer, Lutero era encantador.

Probemos otro nombre famoso: Charles Haddon Spurgeon, el gran predicador de Londres. ¿Qué ve? ¿Un pastor sombrío, de hombros caídos, arrastrando todo el peso del pecado de Inglaterra de una cuerda atada al cuello? ¡Pruébelo de nuevo!

Spurgeon era todo un personaje. Su estilo era tan informal que vez tras vez se le criticó por rayar en la frivolidad en el púlpito del Tabernáculo. Unos cuantos clérigos enfurecidos despotricaron contra su hábito de introducir humor en sus sermones. Con un guiño en el ojo, una vez respondió:

Si tan sólo supieran cuánto me contengo, me elogiarían . . . . Este predicador piensa que es menos crimen provocar una risa momentánea que media hora de modorra profunda.

Spurgeon amaba la vida. Su ruido favorito era la risa; y con frecuencia se sostenía del púlpito y se reía ruidosamente por algo que le parecía divertido. Infectaba a las personas con gérmenes alegres. Los que se contagiaban de la enfermedad hallaban su carga más ligera y su cristianismo más brillante. Como Lutero, Spurgeon era encantador.

Encanto. Esa cualidad útil, que apela, ultra magnética . . . ese carisma . . . esa capacidad de provocar gozo y placer genuino cuando todo se ve sombrío. Cuando un maestro lo tiene, los estudiantes forman fila para sus clases. Cuando un dentista o médico lo tiene, sus consultorios siempre están llenos. Cuando un vendedor lo tiene, sus dedos se le entumen escribiendo órdenes. Cuando un ujier lo tiene, a la iglesia se la considera amistosa. Cuando un entrenador lo tiene, el equipo lo muestra. Cuando los padres lo tienen, los hijos lo muestran.

El encanto motiva. Afloja la garra extraña de la brega diaria. Le quita el aguijón a la realidad. El encanto simplifica. Las cosas de repente parecen menos complicadas . . . menos severas . . . menos agobiantes. El agujero al final del túnel se vuelve mucho más significativo que el pasaje oscuro que conduce al mismo. El encanto estimula. Sin ignorar el mal, el encanto enfoca los beneficios, las esperanzas, las respuestas. Incluso cuando se tiene que lidiar con el desencanto hiriente, o negativos ineludibles, el encanto se levanta fuerte y rehúsa pasar la noche en tales moradas.

El humor encantador es un bien inapreciable en la vida del misionero. En verdad, es una de las deficiencias más serias si el misionero carece de capacidad para hallar algo por qué sonreír en situaciones diversas y difíciles. Leí de alguien a quien los amigos le instaban que abandonara la idea de volver a la India como misionero porque era tan caliente allí. “Viejo,” le exhortaron, “¡las temperaturas allí suben a más de 50 °C a la sombra!” “Pues bien,” replicó el otro con desdén noble, “no siempre tenemos que quedarnos a la sombra, ¿verdad?”

Algún alma ceñuda, neurótica, está leyendo estoy diciendo: “Pues bien, alguien tiene que hacer el trabajo. La vida es más que un carrusel. La risa está bien para niñas de escuela, pero los adultos, especialmente los cristianos adultos, tienen una tarea que es mortalmente seria.” Está bien, amigo o amiga, así que es serio. Así que no todo es chiste. Nadie va a discutir que la vida tiene sus demandas y que el hecho de ser maduro incluye tanto disciplina como responsabilidad. Pero, ¿quién dice que tenemos que hacernos una úlcera y arrearnos nosotros mismos (y unos a otros) a la distracción en el proceso de cumplir el papel que Dios nos ha dado?

Nadie es menos eficiente o incompetente que el individuo al borde del quebrantamiento nervioso, que ha dejado de divertirse, o que se ha convertido en peón en las manos brutales de las responsabilidades implacables, que ha perdido la capacidad de relajarse y reírse y “dar rienda suelta” sin sentirse culpable. Nuestros hospitales están llenos, literalmente atiborrados, de víctimas de aquella filosofía de la vida que dice “descartemos toda diversión.” Y hoy, francamente, en realidad no son gran contribución a la sociedad, ni a la causa de Cristo. Esto no es una crítica; es realidad.

Por un sentido del humor no me estoy refiriendo ni a las burlas de mal gusto, inapropiadas y vulgares, ni a charla necia e insensata a mal tiempo, ofensiva o sin tacto. Me refiero a ese ingrediente necesario de humor, expresiones o pensamientos agradables, encantadores, que elevan nuestros espíritus y aligeran nuestro día.

¿Cómo se cultiva, y se comunica, ese encanto en nuestros hogares y con nuestros otros contactos? ¿Qué pasos prácticos se pueden dar para sacarnos de nuestra rutina? Sugiero tres proyectos específicos:

1. Empiece cada día con palabras agradables. Su familia será la primera en beneficiarse (será mejor que prepare las tabletas de glicerina). No tiene que andar bailando o brincando como payaso, ni embutir chistes en los oídos de su cónyuge medio dormido. Simplemente sea agradable en sus comentarios, alegre en sus saludos. Al saltar de la cama, agradézcale a Dios por su amor . . . sus recordatorios tranquilos, frescos, de que este nuevo día está bajo su control. En voz baja repita la verdad estimulante: Dios me ama.

2. Sonría más a menudo. No puedo pensar en muchas ocasiones cuando una sonrisa esté fuera de lugar. Cultive un aspecto alegre. Una cara fruncida repele. Una sonrisa se extiende y atrae. Dios le dio este don que irradia estímulo. No lo cerque . . . suéltelo, rompa la máscara de cemento; sonría.

3. Exprese por lo menos un comentario sincero de aprecio o de estímulo a cada persona con quien tiene contacto durante el día. Como creyente, usted quiere proclamar el amor de Cristo. Usted quiere aliviar corazones doblegados. Busque puntos fuertes, y dígalos. Obstinadamente decline atascarse en los puntos débiles de otros. Pídale al Señor que le haga interesarse genuinamente en otros en lugar de ocuparse demasiado consigo mismo. Pídale que le permita arriesgarse y alcanzar a otros. Pídale que Él sea encantador por medio de usted.

A pesar del entorno lúgubre y serio que nos rodea, firmemente pienso que necesitamos otra buena dosis del consejo de Salomón. Escuche al hijo más sabio de David:

El corazón alegre hermosea el rostro;
Mas por el dolor del corazón el espíritu se abate.

Todos los días del afligido son difíciles;
Mas el de corazón contento tiene un banquete continuo. (Proverbios 15:13, 15).

El corazón alegre constituye buen remedio; [el hebreo dice: “. . . causa buena sanidad”],
Mas el espíritu triste seca los huesos (Proverbios 17:22).

Honestamente ahora, ¿cómo le va a su sentido de humor? ¿Están los tiempos en que vivimos empezando a reflejarse en usted, su actitud, su cara, su perspectiva? Si no está seguro, pregúnteselo a los que viven bajo su techo; ¡ellos se lo dirán! Salomón habla sin rodeos, también. Él (bajo la dirección del Espíritu Santo) dice que ocurrirán tres cosas en las vidas de los que han perdido su capacidad de disfrutar de la vida: (1) un espíritu quebrantado, (2) una falta de sanidad interna, y (3) huesos secos. ¡Qué retrato más estéril de un creyente!

¿Ha empezado usted a derivar en un creyente amargado, impaciente, criticón? ¿Está su familia empezando a parecerse a empleados de la funeraria local? El Señor señala un mejor camino: el camino del encanto gozoso. “Un corazón alegre” es lo que necesitamos . . . y si alguna vez lo necesitamos, es ahora.

Tomado de Charles R. Swindoll, “The Winsome Witness,” Insights (septiembre 2003): 1-2, 4. Copyright © 2003 por Charles R. Swindoll, Inc. Reservados mundialmente todos los derechos.