Cuando empieza el libro de Jueces el pueblo de Israel acababa de obtener una gran victoria: habían conquistado la tierra de Canaán y habían repartido el territorio entre las tribus. Cuando murió su dirigente Josué, sin embargo, nadie ocupó su lugar. Esto era el plan de Dios, para gobernar Su reino desde el cielo, con Su pueblo viviendo en humilde sumisión y dependencia de Su provisión.

El libro de Jueces nos muestra los perturbadores resultados de este arreglo: el pueblo ignoró al Señor como su rey, e hizo lo que le parecía bien a sus propios ojos (Jueces 17:6). Y el pueblo no hizo esto simplemente una vez, sino vez tras vez, tras vez. El ciclo de miseria se repitió muchas veces en un lapso de trescientos años, siempre hacia abajo, dejando al pueblo de Dios en una desesperación cada vez mayor, con dirigentes que hacían acomodos cada vez más serios en el curso de este período. El espiral descendente llegó a su punto más bajo en el capítulo 19, cuando los hombres de Benjamín brutalizaron a una mujer indefensa, y el pueblo de Israel contraatacó cobrando una sangrienta venganza en los perpetradores (Jueces 20). El tiempo de gran unidad y victoria en la conquista de la tierra había dado lugar a la guerra civil y derrota conforme se establecían en la tierra. Jueces nos muestra que la depravación humana tiene la mano de ganar entre el pueblo de Dios. También revela lo dispuesto que Dios estaba para bendecir a Su pueblo si ellos tan sólo se arrepentían y andaban en obediencia.