Juan 19:23–27

Imagínese que usted retrocede en el tiempo y llega hasta el Calvario. Si usted hubiera estado presente en esa tarde en que el sol se ocultó cuando Cristo murió, ¿estaría usted entre la multitud burlona, esperando con ansia ver un macabro espectáculo? ¿Acaso habría estado escondido bajo las sombras, apenas medio convencido de la inocencia del Crucificado, y sin embargo compartiendo Su horrible sufrimiento? ¿Acaso habría estado con el grupo de soldados romanos, dedicado a un enervante juego de suertes? ¿Acaso habría formado parte de la multitud de turistas curiosos en Jerusalén para la Pascua, presenciando sorprendido una crucifixión romana?

Tal vez se habría unido a la madre de Jesús y a Su tía, quienes junto a María Magdalena y el apóstol Juan esperaban fielmente cerca de la cruz para que Jesús no muera solo. De seguro que Juan, el escritor del Evangelio, esperaba que todos nosotros, al leer el evangelio, lucháramos con la pregunta de dónde habríamos estado en ese aciago día. Es que en este penetrante relato podemos comprender más profundamente el increíble sacrificio del Salvador por nuestros pecados, y también descubrimos un cuadro más claro de nosotros mismos.

Observe con cuidado y notará un contraste contundente. Jesús, el inocente Cordero de Dios, estaba muriendo una muerte horrible por los pecados del mundo, mientras observaba que al pie suyo estaban los encallecidos soldados romanos ¡jugándose Sus ropas! Una túnica sin costura valía más para estos hombres impíos que el Salvador del mundo.

Pero Juan nos dice que ese fue el momento en que Jesús fijó Su agonizante mirada en Su madre, que estaba cerca. ¡Qué notable tributo al amor de Su madre por Él y a la fe de ella en la obra de Él! Para cualquier creyente judío era peligroso estar cerca de la cruz de Jesús e identificarse con Él, y sin embargo María se quedó allí en silencio y con una gran lealtad a su hijo y Salvador.

Este pasaje contiene varias verdades grandiosas espirituales y teológicas. Veamos más de cerca tres principios en este relato que se pueden aplicar a nuestras vidas personales.

Primero, la gracia se extiende a los que han fallado. El apóstol Juan volvió para estar cerca de Jesús mientras éste moría en el Calvario. Las últimas palabras que Juan oyó de los labios de Jesús no fueron palabras de condenación por su fe voluble. Más bien, oyó una amonestación de amor para iniciar una nueva relación personal con María, la madre de Jesús. ¡Qué confian­za que Jesús le extendió a Juan en esa trágica hora de agonía y su­frimiento! Claramente, aunque Juan se contaba entre los desertores, Jesús le confió que cuidara de su madre.

Segundo, los lazos espirituales son más fuertes que los naturales. Tal vez usted recuerde la afirmación desconcertante de Jesús al final de Sus parábolas del sembrador y de las lámparas en Lucas 8:21. Jesús dijo: «Mi madre y mis hermanos son todos los que oyen la palabra de Dios y la obedecen». Jesús sabía que los individuos que se relacionan con Él por fe componen Su verdadera familia, y que a menudo son más íntimos que sus parientes consanguíneos.

Tercero, hay que obedecer el principio del respeto perpetuo a los pa­dres. El Nuevo Testamento claramente enseña que los creyentes de­ben establecer y mantener respeto a sus padres toda la vida. Esto puede, a veces, exigir que se los cuide en su vejez. Incluso en esos difíciles momentos en que Su vida dejaba Su cuerpo Jesús honró a Su madre y consideró el bienestar de ella por encima del suyo propio.

 

Tomado del libro, Las 7 Palabras. Publicado por Insight for Living. Copyright © 2020 por Charles R. Swindoll, Inc. Reservados mundialmente todos los derechos.