Cuando yo era niño en Houston, nuestra familia vivía al frente de la viuda llamada Sra. Méndez. El Sr. Méndez acababa de fallecer de un repentino ataque cardíaco. Sola, con miedo y enfrentando el futuro desconocido, su dolor no tenía límites.
En las semanas que siguieron al funeral, mi madre observaba a la Sra. Méndez salir de la casa todos los días para visitar la tumba de su esposo. Todos los días al salir de la casa e irse al cementerio, su desesperanza empeoraba. Debe saber que nuestra vecina era una muy buena mujer, de gran moralidad, pero no tenía una relación personal con Cristo. A través de los años, mi madre había intentado hablarle del evangelio, pero la Sra. Méndez nunca se mostró particularmente abierta. Y debido a que no tenía esperanza en Jesucristo, no tenía esperanza en Su resurrección, ni ninguna esperanza de felicidad, y por cierto, ninguna esperanza de un hogar eterno en el cielo.
Nunca olvidaré el día en que mi madre me dijo: «Charles, quiero que ores para que el corazón de la Sra. Méndez se abra a lo que tengo que decirle». A los pocos minutos mi madre cruzaba la calle llevando una bandeja de pan dulce y una jarra de café. Esa misma tarde la Sra. Méndez escuchó las buenas nuevas de Cristo y abrazó la verdad: debido a que Jesús resucitó de los muertos, la muerte no puede reclamar la victoria final. Pero Cristo, y todos los que creen en Él, vivirán para siempre.
Deténgase un momento y piense en esto: ¿Qué tal si la resurrección de Jesús fuera un fraude? ¿Qué, entonces, significan sus fugaces años en la tierra? Mientras la Sra. Méndez miraba hacia atrás a los años encantadores con su esposo —años que acabaron tan repentinamente, tan absurdamente para ella— ella no tenía respuesta. Sus esfuerzos inútiles junto a la tumba para reconectarse sólo profundizaban su desesperanza.
Seamos sinceros. Si Jesús no se levantó esa primera mañana de resurrección, poniendo a un lado sus lienzos sepulcrales y saliendo de la tumba para andar entre los que lo amaban, en realidad nada más importa. Permítame decirlo de otra manera. Si Jesús no resucitó de los muertos, o si su resurrección fue una patraña, entonces nada, absolutamente nada, tiene algún significado. Toda bendición de que usted disfruta llegará a un fin repentino y desgarrador. Cuando nuestra vida haya pasado, un mero abrir y cerrar de ojos comparado con los eones antes y después de nosotros, todo impacto que dejemos quedará borrado como huellas en la arena de la playa que las olas borran. Es más, desperdiciamos nuestro tiempo confiando en un dios extraño, y muerto.
El apóstol Pablo lo escribió de esta manera:
y si Cristo no ha resucitado, entonces toda nuestra predicación es inútil, y la fe de ustedes también es inútil. Y nosotros, los apóstoles, estaríamos todos mintiendo acerca de Dios, porque hemos dicho que Dios levantó a Cristo de la tumba. Así que eso no puede ser cierto si no hay resurrección de los muertos; y si no hay resurrección de los muertos, entonces Cristo no ha resucitado; y si Cristo no ha resucitado, entonces la fe de ustedes es inútil, y todavía son culpables de sus pecados. En ese caso, ¡todos los que murieron creyendo en Cristo están perdidos! Y si nuestra esperanza en Cristo es solo para esta vida, somos los más dignos de lástima de todo el mundo. (1 Corintios 15:14-19, NTV)
¡Cuán inútil sería nuestra creencia en un Señor muerto! ¡Qué fútil confiar en un Dios que miente! ¡Cuán fugaz es cualquier felicidad o cualquier futuro o cualquier esperanza que solo termina con la muerte!
Por otro lado, debido a que Cristo en verdad ha resucitado, tenemos toda razón para vivir rectamente, adorar a Dios y saborear las bendiciones de que disfrutamos hoy. ¿Por qué? Porque estas bendiciones terrenales solo son apenas un bocado de prueba de lo mucho más que vendrá.
¿Qué nos da la resurrección? Supongo que los beneficios son varios, pero por ahora, déjeme mencionar solo dos:
Primero, la resurrección de Jesucristo es nuestra promesa de que la vida que llevamos no es en vano. Tenemos importancia tanto temporal como eternamente. Nuestras vidas tienen un propósito más allá de los ochenta y tantos años que pasamos aquí en la tierra, porque el Dios viviente nos ha prometido que nuestras inversiones en la eternidad no volverán vacías.
Segundo, debido a que Jesús conquistó la muerte y debido a nuestra fe en Él, ahora esperamos la victoria sobre la tumba. El triunfo de Jesús sobre la muerte nos da la valentía para aguantar todas las tragedias temporales y la sabiduría para disfrutar de todo deleite terrenal. Su victoria sobre el mal final, la muerte, nos asegura que no hay nada demasiado muerto como para que Él lo reviva. Así que, sean cuales sean nuestras circunstancias, podemos estar seguros de que vendrán días mejores. Es más, ¡no tememos nuestra propia muerte!
La Sra. Méndez abrazó esta verdad el día en que mi madre volvió a casa con la jarra vacía y un corazón lleno. Pero las idas de la Sra. Méndez al cementerio no se acabaron. Ahora su motivo por ir cambió. En sus muchas visitas a la tumba, ella había notado que otros lloraban y hablaban con las frías lápidas, tratando en vano de conectarse con relaciones personales que en un tiempo disfrutaron. Ella entendía su desesperanza. . . pero ahora ella tenía una verdad que los otros desesperadamente necesitaban oír y creer.
Con su Nuevo Testamento en la mano, y unas pocas palabras bien escogidas, esta señora transformada consolaba a los deudos que lloraban, y les ofrecía la misma esperanza que le había dado a ella significado y vida eterna: ¡Jesucristo resucitó de los muertos! Aunque suene un poco extraño, ella se convirtió en la «evangelista del cementerio». En vez de desesperanza, ahora ella tenía esperanza. . . suficiente esperanza como para compartir con otros el resto de su vida.