Lucas 23:44–46

La historia de la muerte de Cristo es cautivante y está llena de lecciones. Así como aprendemos lecciones penetrantes y poderosas de las palabras que Jesús dijo durante Su perfecta vida terrenal, así aprendemos otras de las tiernas cosas que dijo apenas pocos momentos antes de morir. En la historia verdadera sobre Jesucristo encontramos hermosas lecciones no solo respecto al gran significado de Su muerte, sino también acerca de la vida que podemos tener quienes estábamos muertos en delitos y pecados, debido a la muerte del Justo.

Las palabras finales del Salvador:

«Era ya como la hora sexta, cuando descendieron
tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena
al eclipsarse el sol. El velo del templo se rasgó en
dos. Y Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en
tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo
dicho esto, expiró». Lucas 23:44–46

Dios soberanamente eligió a un médico como Lucas para que prolijamente relate los momentos finales de la vida de Jesús de una manera históricamente precisa. Parece como si fuera un reportero de una cadena de televisión reportando en el noticiero de la noche: Eran las tres de la tarde, y todo estaba oscuro. Había reportajes de un misterioso rasgado del velo del templo de Jerusalén, y Jesucristo pronunció Sus últimas palabras desde la cruz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

 Eso fue todo. El relato es específico y concreto. Se dice la verdad y punto aparte. No hay ningún comentario emocional y solo se relatan los hechos tal como Lucas los entendía. Pero, aunque el relato es concreto y sencillo, cada palabra final de Cristo revelaba mucho en cuanto a la manera en que Él murió y la manera en que nosotros debemos vivir.

Observemos estas impactantes palabras:

 «Padre . . .»

Antes del proceso doloroso que vivió y en toda la prolongada y cruel odisea de Su crucifixión, Jesús estuvo en constante e íntima comunicación con el Padre. Primero, se le muestra relacionándose con Su Padre en algún punto entre el Aposento Alto y el huerto. Allí está orando: «Padre, la hora ha llegado. . .» (Juan 17). Luego, a solas en el Getsemaní, oró: «Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya». Horas más tarde, después de haber sido clavado en la cruz, pidió: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que están haciendo». Cuando los eventos llegaron a su clímax, y recibió sobre Sus hombros todo el peso de nuestros pecados, clamó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

Y aquí, en la escena que Lucas describe, Jesús lanza Su último clamor: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Justo antes de deslizarse detrás del telón de la muerte Jesús acude de nuevo en oración a Su Padre, el Dios eterno de la creación.

Nuestro Señor mantuvo Su intimidad con Su Padre y aun colgado en el valle de la sombra de la muerte, Jesús encomendó Su espíritu a Su Padre celestial, que es luz y en quien «no hay tiniebla alguna» (1 Juan 1:5).

«. . . en tus manos . . .»

Jesús se preparó para la muerte reconociendo que Su futuro estaba en las manos de Su Padre.

Hasta el momento en que se entregó al cuidado de Su Padre, hombres impíos tenían cautivo a Jesús. El propio Señor lo comunicó a Sus discípulos horas antes de Su muerte: «He aquí, ha llegado la hora, y el Hijo del Hombre es entregado en manos de pecadores» (Mateo 26:45b).

Y esa predicción se cumplió fielmente. Manos pecadoras lo traicionaron, lo ataron y le llevaron encadenado como si fuera un perro callejero. Manos pecadores le azotaron y abofetearon en la cara. Manos pecadoras lo clavaron a una viga y lo colgaron por sobre el suelo. Estas manos crueles asestaron golpe tras golpe de injusticia y odio contra el que les había mostrado amor y misericordia.

«. . . encomiendo . . .»

Esta palabra indica la acción de la oración gramatical. En preparación para Su viaje por la muerte, Jesús voluntariamente encomendó Su espíritu al cuidado de Su Padre.

Pero ¿cómo podía ser esto, si estaba llevando los pecados del mundo? ¿Cómo podía Jesús esperar un tratamiento de tanta gracia de parte de Dios, que poco antes le había vuelto la espalda? (Véase Marcos 15:34 y Mateo 27:46). Primera de Juan 2:1–2 provee algo de perspectiva:

«Hijitos míos, os escribo estas cosas para que no
pequéis. Y si alguno peca, Abogado tenemos para
con el Padre, a Jesucristo el justo. El mismo es la
propiciación por nuestros pecados, y no sólo por
los nuestros, sino también por los del mundo entero».

Cuando Adán y Eva pecaron en el huerto, se encendió la ira justa de Dios. La raza humana de inmediato quedó bajo la condenación del pecado. Sin embargo, el sufrimiento de Cristo en la cruz propició, o alejó, la ira de Dios. La muerte de Cristo llegó a ser una ofrenda aceptable que satisfizo los requisitos divinos de justicia. El precio quedó pagado y la comunión fue restaurada.

«. . . mi espíritu».

La oración de Jesús mostró una tierna expresión de entrega. Probablemente era una oración que había aprendido de niño, pero también fluye de un amado salmo de David que dice:

«En tu mano encomiendo mi espíritu; tú me
has redimido, oh SEÑOR, Dios de verdad».
Salmos 31:5

La oración de David reflejaba su confianza como la que tiene un niño. Él confiaba en la provisión de la gracia del Padre, no solo en la vida, sino también en la muerte. Lo hemos notado al estudiar los últimos momentos de la vida de Jesús y hemos visto que Él expresó la misma confianza en el cuidado de Su Padre incluso unos momentos antes de morir.

Después de pronunciar Sus últimas palabras, nuestro Salvador murió. Antes de que el eco de Su clamor se apagara, el Rey glorioso del cielo, el Dios encarnado salió de Su estropeada envoltura física y pasó a los brazos de Su Padre. Entonces el dolor y el sufrimiento cesaron y un ensordecedor silencio flotaba en el aire. La ejecución se había acabado y la muerte de Cristo quedaba terminada. Allí simbólicamente, en su sudario, estaba envuelto el pago por los pecados del mundo entero.

Adaptado de la guía de estudio, Las Siete Palabras. Copyright © 2020 por Charles R. Swindoll, Inc. Todos los derechos reservados mundialmente.