Usted ha pasado por eso.
Usted lo sabe; es ese lugar en que usted debe traer a colación el evangelio, pero, por alguna razón, no lo hace. Es ese momento incómodo cuando las palabras deben brotar de la boca, pero su cerebro pone bajo candado todo versículo memorizado, la respiración se vuelve difícil, y su archivo de excusas gira como carrusel buscando la manera de salirse de la conversación.
Hay varias razones por las que la mayoría de nosotros rehuimos dar testimonio de Jesucristo. Uno es el sentimiento de ignorancia. En realidad no sabemos cómo hacerlo.
Otra es una especie de indiferencia que nos invade. Nosotros estamos bien alimentados espiritualmente. Creemos en el Salvador. Nuestra familia está creciendo. Así que, de cierta manera, desviamos la responsabilidad a otro individuo: el televangelista, el pastor, o el orador en la cruzada masiva que puede proclamar a Cristo tan bien.
Otra razón por la que somos renuentes es el miedo. A nadie le gusta que le hagan preguntas que no puede responder, especialmente un extraño. No nos gusta lo impredecible. Tenemos miedo de una respuesta hostil. Tenemos miedo de hacer el ridículo. Así que escogemos guardarnos la fe para nosotros mismos.
Y no se equivoque: Dar testimonio de Cristo exige una gran dosis de valor.
También exige un método probado. Varios métodos se emplean para comunicar las buenas noticias de Cristo a los perdidos. Algunos métodos parecen tener éxito y ser efectivos por encima, pero, por debajo, dejan mucho que desear.
Tómese el Método del Franco Tirador, por ejemplo: “Mientras más cabezas, mejor.” Este método se centra en las decisiones, y muy poco (si acaso algo) esfuerzo se dirige hacia el seguimiento o discipulado, o a cultivar una relación personal. Estos cazadores ansiosos no son difíciles de identificar. Por lo general se les puede oír contando (en voz alta) los cueros cabelludos que llevan a la cintura y se les puede ver disparando sus dardos encendidos a toda carreta que logran ver. El tacto lo abandonaron hace rato.
El Método de Harvard es muy diferente: “Hablemos de las religiones del mundo.” Este método centrado en la razón atrae tanto a intelectuales genuinos como también a pseudointelectuales, y aunque es educativo y ocasionalmente muy estimulante, sufre de un revés: ¡jamás logra que algún individuo sea salvado! Ser sofisticado es más importante que decir la verdad en cuanto al pecado, o al cielo, o al infierno. Los debates es la moda . . . las decisiones por Cristo no.
Tal vez el más popular es el Método Mudo: “Soy simplemente un testigo silencioso de Dios.” Lo mejor que se puede decir de este método es que nunca ofende a nadie. ¡Eso es seguro! Al santo de servicio secreto que se conforma con este método egocéntrico se le podía rotular como cristiano encubierto: nadie lo sabe con certeza excepto Dios. De alguna manera en algún punto esta persona se ha tragado una de las golosinas más sabrosas de Satanás: “Simplemente vive una buena vida cristiana. Otros te preguntarán en cuanto a Cristo si tienen realmente interés, así que, tranquilízate.” Francamente, puedo contar en una mano (y me sobran dedos) el número de personas que alguna vez se me han acercado para preguntarme cómo pudieran conocer a Cristo. “La fe,” por favor recuerde, “viene por el oír” (Romanos 10:17).
Lo que necesitamos, afirmo, es el Método de Felipe. Este método cristocéntrico se indica en una serie de siete principios que se derivan de Hechos 8:26-40.
Felipe estaba dedicado a reuniones de evangelización en Samaria cuando el Señor le instruyó que vaya al sur, al camino desierto que iba de Jerusalén a Gaza. Felipe, fiel, “se levantó y fue.” Estuvo disponible (Principio 1). En el camino encontró a un funcionario del gobierno etíope que regresaba de Jerusalén a su casa. ¡El hombre iba sentado en su carro leyendo Isaías! El Espíritu de Dios le dijo a Felipe que se acercara al viajero. Felipe fue dirigido por el Espíritu (Principio 2). En otras palabras, percibió que Dios claramente estaba abriendo la puerta.
Felipe cooperó, porque la obediencia (Principio 3) es esencial. Oyó que el hombre leía en voz alta y le preguntó: “Pero ¿entiendes lo que lees?” ¡Qué comienzo excelente! Un comienzo apropiado (Principio 4) es muy importante. Felipe no se metió a la fuerza y empezó a predicar, ni arrinconó al hombre con una pregunta capciosa.
El hombre invitó a Felipe a que se sentara con él y le ayudara en su búsqueda de comprensión. Felipe respondió con gran tacto (Principio 5). Aunque tenía su pie en la puerta, se mantuvo actuando con gracia, cortesía, y sensible al momento cuando pudiera hablar de la salvación. Cuando llegó el momento, el “abrió su boca” y fue específicamente al grano (Principio 6). Nada de diálogo vago en cuanto a religión. Habló sólo de Jesús, el asunto principal. Los pocos versículos que siguen describen el seguimiento (Principio 7) breve pero memorable que Felipe empleó.
Felipe salió de su zona de comodidad porque tenía una pasión para proclamar las buenas nuevas de Jesucristo a la humanidad que sufre. ¿Y qué de nosotros? Exigía valor subirse al carro. Necesito incluso más para abrir la boca. Pero, qué legado produjo Felipe en ese momento. Muchos eruditos piensan que la semilla que Felipe plantó en aquel funcionario africano rindió cosecha de cientos en Etiopía. Todo porque un hombre estuvo dispuesto a hablar cuando tantos otros hubieran guardado silencio.
Al codearnos con hombres y mujeres espiritualmente hambrientos y sedientos, y percibir su dolor interno de ayuda y esperanza, archivemos el Método del Francotirador, dejemos a un lado el Método de Harvard, y silenciamos el Método Mudo. Cuando Dios le dé la oportunidad, y se la dará, probablemente a poco después de haber leído esto, pruebe el Método de Felipe. Su acción de valentía puede conducir a un legado espiritual más allá de lo que jamás pudiera pedir o imaginar.
No puedo pensar de algún lugar en que preferiría estar en el momento en que Cristo retorne que en aquella escopeta en el carro del siglo veintiuno, hablando abiertamente de confiar en Jesús.