¿Alguna vez ha percibido el hedor de carne vieja, podrida?

¿Recuerda haberse olvidado por varias semanas algo que puso en el refrigerador? Hay una pestilencia que acompaña a la descomposición como ninguna otra. En Houston, Texas, que es donde me crié, estábamos apenas a unos ochenta kilómetros del puerto marítimo de Galveston. Teníamos disponibles mariscos deliciosos y frescos en numerosos restaurantes en esa región; y todavía los hay. Pero había otras maneras en que usábamos los mariscos, especialmente los camarones.

Cuando un amigo se casaba, uno de nuestros trucos favoritos era sacar a escondidas los tapacubos de las ruedas del automóvil en que se irían a su luna de miel y llenarlos de camarones. ¡Era grandioso! Los camarones no hacían ningún ruido mientras giraban hora tras hora en el calor del sur de Texas. Pero el resultado era irreal. Después de dos o tres días de conducir, estacionándose bajo el sol, en el tráfico de pare y siga, la flamante esposa (bondadosa y tímida) lentamente empezaba a deslizarse hacia la puerta. Empezaba a preguntarse si tal vez su amado flamante esposo se había olvidado de aplicarse desodorante. Conforme el día avanzaba, ¡él empezaba a pensar lo mismo en cuanto a ella! Mientras tanto, los camarones seguían haciendo lo suyo en cada rueda. Finalmente, (¡y a veces no descubrían el truco sino después de una semana!), el joven Don Juan retiraba uno de los tapacubos, . . . y no tengo que relatarle el resultado. Los camarones podridos dentro de un tapacubos candente por una semana hacían que el chorro disparado por un zorrillo pareciera perfume de lujo. ¡Era grotesco! Para conservar camarones, hay que preservarlos. Si no, se pudren. Años atrás se usaba la sal como preservativo. Hoy, usamos hielo.

Ahora piense de esta tierra como camarones al leer las palabras de Jesús: “Ustedes son la sal de la tierra. Pero ¿para qué sirve la sal si ha perdido su sabor? ¿Pueden lograr que vuelva a ser salada? La descartarán y la pisotearán como algo que no tiene ningún valor.” (Mateo 5:13).

Una sociedad que se caracteriza por violencia salvaje y tinieblas de depravación y engaño, y sin nada que la preserve, se deteriorará . . . y, a la larga, se destruirá a sí misma. Debido a que los siervos de Cristo son como sal en la sociedad, nuestra influencia es esencial para la supervivencia de la sociedad.

¿Está usted siendo sal?

Jesús dijo que los creyentes son “la sal de este mundo” (Mateo 5:13, DHH). Nuestra presencia detiene la corrupción . . . y preserva a la sociedad.

La sal también es un agente sanador. También produce sed. Añade sabor, aumentando el delicioso sabor de la mayoría de alimentos. La sal es asombrosamente benéfica . . . “pero.” No se pierda esa pequeña palabra en el versículo 13. Jesús añade: “¿para qué sirve la sal si ha perdido su sabor?” (lo que quiere decir “si la sal pierde su salinidad, su singularidad”), “no tiene ningún valor” (5:13). Jesús introduce, no una advertencia imaginaria, sino una real. Quítese la contribución cristiana distintiva, y no queda nada digno de valor. No servimos “más para nada,” como el Señor lo dijo (5:13).

Debemos hacer la obra de preservación . . . o perderemos nuestra influencia y nos volveremos tan insignificantes como una capa de polvo en las calles de la ciudad. ¡Siervo, preste atención!

Piense en estos tres aspectos prácticos, positivos, de la sal. Primero, la sal se salpica y rocía . . . no se la vierte a chorros. Hay que esparcirla. Demasiada sal arruina la comida. Es un buen recordatorio para que los cristianos nos esparzamos en lugar de mantenernos juntos aglomerados. Segundo, la sal añade sabor . . . pero es oscura. Nadie jamás comenta: “¡Qué sal tan deliciosa!” Sin embargo, frecuentemente decimos: “Este plato es realmente sabroso.” Los siervos añaden sabor a la vida, un sabor que es imposible lograr sin ellos. Tercero, la sal es diferente a toda otra sazón. Su diferencia, sin embargo, es su fuerza. No se puede duplicar, y para que sea útil hay que aplicarla. ¡La sal en el salero no sirve de nada a nadie!

Quiero ser muy directo. El pensamiento secular ha cobrado un costo trágico en lo distintivo del siervo de Dios. Esto ha empezado a influir en la iglesia de Jesucristo. Muchos creyentes han sometido su mente al sistema del mundo. La mentalidad singularmente cristiana, por consiguiente, es rara de hallar. El humanismo, secularismo, intelectualismo y materialismo han invadido nuestro pensamiento a un grado tan marcado que nuestra sal ha quedado diluida; en algunos casos, inexistente.

Influidos e impresionados por la prensa, por nuestros sistemas secularizados de educación, expectativas sociales superficiales, y las cuasi omnipotentes fuerzas de la conformidad a la presión de iguales (para no mencionar el impacto de la televisión y las películas), los siervos cristianos fácilmente pueden caer en la trampa. Podemos literalmente dejar de pensar bíblicamente y dejar de esparcir sal.