Juan 1:1–14

Hemos esperado cinco semanas para este momento. Cinco semanas de preparación. De expectación. De anhelo. Y ahora… ahora ha llegado.

Pero antes de encender esta última vela, quiero que mires conmigo las otras cuatro que ya están ardiendo.

Esperanza. La promesa de que Dios cumple Su palabra, incluso después de setenta años de exilio.

Paz. El anuncio de los ángeles a pastores olvidados de que el Príncipe de Paz había llegado.

Gozo. El gozo desbordante de los magos que arriesgaron todo para encontrar al Rey.

Amor. El amor que no se quedó en el cielo, sino que descendió a un pesebre.

Cuatro velas. Cuatro preparaciones. Cuatro anticipaciones…. Todo para este momento.

Porque lo que celebramos hoy no es simplemente otra vela en una corona hermosa. Lo que celebramos hoy es el momento en que la eternidad irrumpió en el tiempo… El momento en que la Luz infinita penetró la oscuridad finita de nuestro mundo quebrantado.

Hace más de 2,700 años, el profeta Isaías miró hacia el futuro y vio algo que le quitó el aliento. Vio a su nación sumergida en tinieblas. Vio al pueblo de Dios bajo la sombra de la Muerte… Conquistados… Divididos… Desesperanzados…

Las regiones del norte —Zabulón y Neftalí— habían sido las primeras en caer ante los invasores asirios. La oscuridad había caído como una manta pesada sobre la tierra.

Pero entonces Isaías pronuncia palabras que cambiarían la historia para siempre:

«El pueblo que andaba en tinieblas ha visto gran luz; a los que habitaban en tierra de sombra de muerte, la luz ha resplandecido sobre ellos» (Isaías 9:2, NTV).

¿Tiempo futuro? No. Isaías lo escribe en tiempo pasado. «Ha visto»… «Ha resplandecido».

Como si ya hubiera sucedido. Porque para Dios, ya estaba hecho.

Y setecientos años después, en la región exacta que Isaías mencionó —Zabulón y Neftalí— un carpintero de Nazaret comienza Su ministerio. Mateo, el escritor del evangelio, no puede contenerse. Tiene que señalarlo:

«Esto ocurrió para cumplir lo que dijo el profeta Isaías: “En la tierra de Zabulón y de Neftalí… el pueblo que estaba en la oscuridad ha visto una gran luz”» (Mateo 4:15-16, NTV).

La gran luz no era una filosofía… No era una religión nueva… No era un programa de auto-mejoramiento.

La gran luz era una Persona. Jesucristo.

Y hoy… después de semanas de preparación… después de siglos de profecías… después de generaciones de espera… Encendemos la vela de Cristo.

La Luz del mundo. El que disipa toda oscuridad. El que vence la muerte. El que transforma la desesperanza en esperanza, el caos en paz, el dolor en gozo, y el odio en amor.

Amigo, amiga: no importa cuán densa parezca la oscuridad de tu situación en este momento.

Tal vez es un matrimonio destruido… Tal vez es una adicción que te tiene esclavizado… Tal vez es una depresión que te roba cada gota de esperanza… Tal vez es una pérdida que sientes que nunca superarás… Tal vez es una culpa que te persigue cada noche… Tal vez es una desesperanza que te susurra que nunca cambiará…

Escúchame: la luz de Cristo es más poderosa que cualquier oscuridad que estés experimentando.

La Navidad no es la celebración de una posibilidad religiosa. Es la proclamación de una realidad transformadora. Dios entró a tu mundo. Se metió en tu oscuridad. Y si lo recibes, Él puede ser tu luz personal hoy.

Si nunca has experimentado esta luz en tu vida, hoy puede ser tu Navidad espiritual. No necesitas esperar hasta sentirte listo. No necesitas limpiarte primero. No necesitas tener todas las respuestas.

Ven tal como estás… Con tu oscuridad… Con tu dolor… Con tu fracaso… Porque la luz de Cristo no requiere perfección previa. Produce transformación progresiva.

Y para aquellos de nosotros que ya conocemos a Cristo… para los que ya hemos experimentado Su luz en nuestras vidas… tenemos una responsabilidad gloriosa.

Jesús no solo dijo: «Yo soy la luz del mundo» También dijo algo que debería sacudirnos hasta los huesos:

«Ustedes son la luz del mundo… Dejen que sus buenas acciones brillen a la vista de todos, para que todos alaben a su Padre celestial» (Mateo 5:14, 16, NTV).

¿Lo captaste? Tú… Eres… Luz.

No la fuente de la luz. Eso es Cristo. —Pero sí el reflector de esa luz.

Como la luna no genera su propia luz, pero refleja perfectamente la del sol, nosotros estamos llamados a reflejar la luz de Cristo en un mundo desesperadamente necesitado de esperanza.

Hay personas en tu vida que están caminando en oscuridad en este momento… Tu vecino… Tu compañero de trabajo… Tu familiar… Ese amigo que sonríe en público, pero llora en privado…

Ellos necesitan ver la luz. No necesitan que les prediques. Necesitan que brilles.

Necesitan ver esperanza real en medio de circunstancias imposibles. Necesitan experimentar paz genuina en medio del caos. Necesitan presenciar gozo auténtico que no depende de circunstancias perfectas. Necesitan recibir amor incondicional que refleje el corazón del Padre.

La luz de Cristo que comenzó en Belén hace dos mil años ahora arde en tu corazón. Esa es la promesa de la Navidad. Esa es la realidad del Adviento.

No la escondas… No la guardes solo para ti… No la reserves solo para los domingos…

Déjala brillar. En tu hogar… En tu trabajo… En tus conversaciones… En tus decisiones… En tu manera de perdonar… En tu forma de amar…

Porque aquí está la verdad que cierra nuestro peregrinaje de Adviento: Cristo no vino solo para ser admirado en un pesebre de cerámica en tu sala. No vino solo para inspirar villancicos hermosos. No vino solo para darnos un día libre en diciembre.

Cristo vino a ser la Luz del mundo… para que tú pudieras ser luz en el mundo.

La Navidad verdadera no se trata de recibir regalos bajo un árbol. Se trata de recibir la Luz eterna en un corazón dispuesto a ser transformado… y luego llevar esa luz a cada rincón oscuro donde Dios te ha plantado. Porque donde tú brillas, amigo, la oscuridad no tiene opción más que retroceder. Es por eso que hoy te deseamos una muy feliz y gloriosa Navidad.

Reflexión: No eres llamado solo a celebrar la luz de Cristo, sino a ser portador de esa luz.