Inmerso en el libro de los Salmos, el himnario de Israel, yace una pequeña sección que traza los temas esenciales de la vida espiritual . . . de hecho, de la vida entera. Los “Salmos de ascensión” probablemente se refiere a esas canciones que los judíos cantaban durante su ascenso a Jerusalén para adorar a Dios. Y como era un evento recurrente en la vida del pueblo de Dios, este ascenso les daba la oportunidad de meditar en principios fundamentales. De la misma forma en que nos juntamos con personas a cantar himnos o villancicos navideños, los judíos se unían por medio de estas canciones.

Cada  uno de los Salmos 120 al 134 comienza con la frase Una canción de ascenso. Jerusalén se sitúa geográficamente como una de las ciudades más altas de Judá y por eso aquellos que la visitaban tenía que caminar cuesta arriba. Eugene Peterson nos explica la historia detrás de esos ascensos:

Tres veces al año los hebreos fieles hacían ese recorrido (Éxodo 23:14-17; 34:22-24) . . . . Refrescaban la memoria de la liberación de Dios en la celebración de la Pascua durante la primavera; renovaban sus compromisos de pacto como pueblo de Dios durante la celebración de Pentecostés al principio del verano; reaccionaban alegres como una comunidad bendecida ante lo que Dios tenía para ellos durante la celebración de los tabernáculos en el otoño. Israel era un pueblo redimido, un pueblo de pacto y un pueblo bendecido. Estos conceptos fundamentales eran enseñados, proclamados y celebrados durante las festividades anuales. Entre cada una de ellas, el pueblo practicaba estos principios por medio del discipulado diario y a su debido tiempo subían a la ciudad de la montaña como peregrinos para renovar el pacto. Esta imagen de los hebreos dejando sus rutinas de discipulado y de viajar a Jerusalén como peregrinos, cantando estos quince salmos, se ha grabado en los devocionales cristianos. Con ello podemos tener el mejor escenario para comprender la vida como una jornada de fe.