La temporada navideña no es gozosa para todos. De hecho, honestamente, a muchos les inquieta.  Y al encontrarse plagados con memorias melancólicas de días dolorosos, se les hace difícil cantar el  villancico de “Noche de Paz”.

Ahora, antes de que me llame “Aguafiestas”, le sugiero que regrese al primer siglo para conocer a un discípulo de Cristo quien encaja en esta categoría.  Este discípulo fue un hombre que siempre vio el vaso medio vacío. Cuando Jesús invitó a los doce a venir con Él a Betania, en dónde Él planeaba resucitar a Su amigo Lázaro, para que ellos creyeran, esta alma abatida se encogió de hombros y dijo, “Vamos nosotros también para morir con Él” (Juan 11:14–16). Más tarde, cuando Jesús habló de Su plan para dejar la tierra, regresar a la gloria y “preparar un lugar” para Sus seguidores antes de regresar por ellos, el mismo triste individuo no pudo entender lo que Jesús decía.  Así que dijo en un tono sarcástico:  “Señor, si no sabemos adónde vas, ¿Cómo vamos a conocer el camino?” (14:5).

¿Su nombre? Como usted probablemente ya lo adivinó, es Tomás. Mientras que sus colegas estaban al borde de sus asientos, recibiendo las palabras de Jesús, Tomás se recostaba, frunciendo el ceño. Meras palabras no lo movían. Su naturaleza reflexiva no bajaba su resistencia. ¿Y qué cree? La misma tarde después de que Jesús resucitó y se paró delante de ellos, para traerles palabras de paz y de tranquilidad, ¡Tomás se perdió de la visita!  Poco después cuando los otros discípulos le dijeron: “¡Hemos visto al Señor!”  Tomás no les creyó. Más bien, dijo: “sino veo en sus manos la señal de los clavos, y meto el dedo en el lugar de los clavos, y pongo la mano en su costado, no creeré” (20:25).

Jesús no se apresuró para convencer al hombre. Por ocho días, el Señor esperó pacientemente. ¿Quién sabe cuántas veces los otros trataron de persuadir a Tomás? Probablemente la alegría de los otros solo cimentó más sus dudas. Hasta que de repente un día, de imprevisto, Jesús regresó, y caminó a través de puertas cerradas, parándose directamente en frente de Tomás. Sin una palabra de reproche o de vergüenza, Él simplemente le mostró sus palmas y movió su túnica para invitar gentilmente al enmarañado individuo a tocar las cicatrices dejadas por los clavos y la lanza, instándolo a creer.

¡Eso fue todo!

Sin vacilación, Tomás se inclinó y exclamó, “¡Mi Señor y mi Dios!” (20:27–28). La historia no termina allí. Continúa en esta época navideña. ¿Por qué diría yo eso? Por la manera en la que Jesús le contestó a Tomás cuando finalmente él creyó: “¿Porque me has visto, has creído? Dichosos los que no vieron, y sin embargo creyeron” (20:29).

Hay muchos que consideran casi imposible creer en Cristo el Señor. Otros creen en Él, pero aún como cristianos, se identifican con aquel melancólico y reflexivo discípulo —y batallan para creer lo que Jesús ha prometido claramente.

¿Le suena familiar? ¿Está luchando con las palabras de los villancicos que anuncian gran alegría? ¿Le causan las navidades un peso sobrecogedor en lugar de proveerle de un tiempo de descanso, reflexión y regocijo?

¡Tome aliento, mi amigo! Considere con ojos de fe la innegable evidencia. Lea otra vez la inspirada historia del nacimiento del Salvador. Recuerde que igual que como Jesús vino—en respuesta a una promesa—Él también ha prometido regresar por nosotros. Él regresará por aquellos que no le han visto, y sin embargo le han declarado “¡Mi Señor y mi Dios!”